domingo, 17 de julio de 2011

Mario

Había una vez un gran poeta llamado Mario. Mario vivía feliz en el País de los Poetas. Sus poesías eran maravillosas y tenían a todo el mundo embelesado. Sin embargo, un día, cansado de recitar a Gustavo Adolfo Bécquer mientras tomaba madalenas, decidió marcharse en busca de nuevos horizontes lejanos. La marcha de Mario, tan serpentina, puso muy tristes a las buenas gentes del País de los Poetas, que empezaron a buscarlo hasta por debajo de la piedras. Pero Mario no era tan bajito…

Y pasó un tiempo… Despacito…

El yate, amarrado en el puerto de Cádiz, se balanceaba lo justo para que el pobre Braz vomitara por la popa sobre una familia de boquerones despistados. Mario sonreía feliz. Subido a bordo del yate Albanta, propiedad del señor Jones, seguía bebiendo cervezas rodeado de chicas esculturales, a las que el Santo y Charlie trataban de convencer, con argumentos científicos pero sin éxito, que el top-less no anuncia la llegada del AntiCristo. La vida era bella y se podía fumar en cubierta.

Pero entonces, Mario les vió. A lo lejos. Venían todos juntos, tal vez porque en el pasado fueron amigos suyos. Pero con una cara antagónica a la amistad. El vaso de Mario se resbaló de su temblorosa mano y cayó al suelo en mil pedazos, infringiendo algunas leyes físicas. De nada sirvió que Amenofis tratara de detener a los seguidores de Machado lanzándoles varias olivas rellenas de anchoa. El maestro de la performance literaria acabó en las aguas del puerto, cerca de la familia de boquerones y los macarrones de Braz.

Estaba claro, por los gritos que salían de su garganta, que Mario no quería regresar al País de los Poetas; pero veinte collejas bien dadas son motivo más que suficiente para la reflexión y el cambio de parecer. Recitando a Francisco de Quevedo, se llevaron al pobre Mario a volandas, de regreso a casa. Al País de los Poetas. La tristeza se hizo ahora en el yate Albanta. Caras muy largas. Todos se preguntaban como demonios habían localizado al bueno de su colega Mario. Hay un traidor entre nosotros, pensó el señor Jones que estaba leyéndose la Bíblia a ratos muertos. Cuando todo parecía perdido, una de las chicas menos vergonzosas se quitó el bikini, se quedó en pelotas y la fiesta duró hasta entrada la madrugada.

Y oculto debajo del agua, con su traje de buzo de segunda mano, David seguía riendo demoniacamente, tragando abundante agua. Su primer chivatazo había servido para deshacerse del poeta… ahora le tocaba el turno al Charlie…

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