domingo, 17 de julio de 2011

Sapo

Desde pequeño sentí el deseo de recibir el beso de una princesa. No sabía lo que significaba beso, ni princesa, pero en lo más profundo de mi ser empezaba a fraguarse una convicción suicida de que eso era lo que el destino tenía reservado para mí.

Al cabo de un tiempo aprendí el significado de beso; era un soplido húmedo que recibía de mi madre justo cuando me iba a dormir. Aquello no me pareció demasiado esclarecedor, por lo que decidí esperar a descubrir el significado de princesa, con la creencia de que era la combinación de ambas palabras lo realmente fascinante.

En mi pueblo vivía el señor Jeremías Kelogs, un anciano parlanchín que se sentía orgulloso de haber sufrido la Gran Abducción del Verano Caluroso. Explicaba una y otra vez con exasperante lentitud que un verano fue absorbido por una fuerza sobrenatural que lo elevó a más de cien árboles de altura. Estuvo flotando durante días, hasta que la fuerza de la gravedad fue mayor que la que lo sostenía y, entre unos gotones de torrencial lluvia, fue a parar al centro del estanque después de un espectacular barrigazo.

Desde entonces, y puesto que fue el único que regresó (a excepción de Matías Badguaiser; pero este aterrizó sobre una roca de granito del tamaño de un elefante y por consiguiente no pudo explicar sus experiencias, salvo en algunas reuniones ocultistas donde era invocado), se convirtió en el punto de referencia de toda actividad paranormal. Dada mi necesidad por saber el significado de princesa fui a ver al señor Kelogs. Estaba medio dormido cuando llegué. Abrió un ojo, detectó mi presencia y empezó a contarme por enésima vez cómo escapó de las fauces de una Terrible Ave. Traté de no ser descortés y estuve escuchando la historia hasta el final. Una vez vi que había terminado le vomité mi gran cuestión: señor Kelogs, ¿qué significa princesa?

El señor Kelogs se acercó a mí de una forma paternal y habló. Habló despacio, como era habitual en él. Me contó que las princesas eran seres maravillosos venidos del cielo; que su canto era mil veces más armonioso que el del ruiseñor; y que con poderes mágicos, transformaban la realidad. No entendí el significado de algunas palabras pero capté el concepto principal de toda la explicación lo justo como para que me quedara soñando despierto.

El señor Kelogs cogió aire, elevó su mirada al cielo y me dijo solemnemente: Te prepararé espiritualmente y cuando estés listo, te llevaré al lugar donde conocerás a una princesa.

Así pasé algunos años junto a él, impregnándome de sus enseñanzas y su sabiduría. La verdad es que el viejo Kelogs, cuando había bebido alguna grosella confitada de más, era un tipo bastante divertido que me sorprendió con un montón de buenos y prácticos consejos.

Un día de verano que estábamos los dos tomando el sol junto al estanque, el señor Kelogs me dijo que después de tanto tiempo a su lado yo me había convertido en algo así como su hijo y que ya era hora de que mi destino, aquél que nos había unido, se hiciera realidad. Sentí un escalofrío recorrer mi espina dorsal, aunque no supe hasta años más tarde que significaba escalofrío.

Nos preparamos para el Gran Viaje. Tardamos dos semanas en salir del valle donde había pasado toda mi vida, cuatro más hasta alcanzar una verde colina coronada por cipreses que parecían querer tocar las nubes y dos días hasta que apareció Ella.

El señor Kelogs parecía rejuvenecer por momentos ante la presencia de aquél maravilloso ser. Su piel recobraba el verde y la elasticidad perdida hacía ya varios otoños. Sus ojos volvían a brillar... Y entonces sucedió. La Princesa nos cogió en sus manos y besó al señor Kelogs que, sonriendo, dio un salto al suelo y se marchó cantando. Al cabo de unos metros se giró y me deseó toda la suerte del mundo. También me dijo que podíamos seguir viéndonos de vez en cuando. Y se fue.

La princesa me miró con unos ojos azules como el mar, en los cuales no me hubiera importado morir ahogado. Y me besó. Sentí la eternidad, sentí como mi destino cambiaba, como yo crecía, como mi sueño se hacía realidad.

Ahora, años después de aquella maravillosa experiencia, sigo reuniéndome cada verano en la Colina de los Cipreses con el señor Kelogs. Él me cuenta que vive con una hermosa rana a la que le encantan sus historias. Me explica emocionado el nacimiento de sus cuatro renacuajos. Yo le explico que soy muy feliz al lado de mi Princesa, que pronto vamos a tener un hijo; que estoy metido en política y que en el futuro seré el rey de todo el país. Y charlamos durante horas, y reímos y nos despedimos hasta que el futuro se hace presente y nos volvemos a reunir pero con pasados distintos, ideales para volver a conversar un año más...

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