martes, 19 de julio de 2011

La travesía de los polos

Y finalmente llegamos a la Antártida. Después de tanto sufrimiento, lo habíamos conseguido. Llorando de alegría nos abrazamos con fuerza y nos fundimos en un beso...

Todo empezó un año atrás, en un establecimiento de hostelería de Sitges donde conocí a Pie. Entablamos una bonita amistad cuando un día sacaron la bolsa de hielo que nos separaba. Sinceramente. Nos gustamos enseguida. Y empezamos a conversar sobre el fascinante mensaje sociológico de nuestra novela favorita, Las Aventuras de Marco Polo, o la paranoica actitud personal de Sid, el protagonista de la magnífica película de animación, La edad de hielo.

Llevados por las inquietudes personales que florecían de nuestra alma hacia fuera, tomamos una decisión que sin duda cambiaría nuestra vida. Íbamos a fugarnos del frigorífico. Afortunadamente para nosotros, la gente de Sitges se había decantado por los helados más chic (la saga de los Magnum, por ejemplo, estaba arrasando en todas sus diversas personalidades), lo cual nos había relegado al fondo de la nevera. Escalando con dificultad entre compañeros que dormían, llegamos a la parte superior del frigorífico. Un Calipo y un Drácula se despertaron al unísono.

- ¿Dónde creeis que vais? – preguntó el Drácula mosqueado.
- Nos piramos, amigo. Nos vamos a otro lugar en busca de la ansiada libertad – contestó Pie que había leído la biografía completa de Santiago Carrillo.
- ¿Podemos acompañaros? – preguntó el Calipo un poco angustiado.
- Por supuesto – dije emocionado al ver que nuestra expedición se duplicaba.
- La unión hace la fuerza – comentó Pie en un momento realmente emocionante.

Hicimos pujanza los cuatro contra la puerta que nos separaba de la libertad. Tensamos nuestras moléculas como nunca lo habíamos hecho. Y logramos moverla lo suficiente para pasar sin problemas. Una vez fuera, nos invadió una sensación agridulce. La temperatura exterior, aunque fuera de noche, era lo suficientemente alta como para no dejar margen a las alegrías grupales.

- ¿Y ahora que? – dijo el Drácula.
- ¿Qué de qué? – respondió Pie algo molesto.
- Bueno. ¿Tendreis un plan, no? – añadió Calipo asustado.
- Claro que tenemos un plan. Llegar a la Antártida – dije orgulloso.
- ¿Y donde está la Antártida? – preguntó Drácula nervioso.
- Según la información que manejo, debemos movernos hacia el sur.
- Parece fácil ¿no? – añadió Calipo.

Los cuatro andamos hasta la estación, con la intención de colarnos en el primer tren que fuera hacia Tarragona. Pasaron dos trenes antes de subirnos al último vagón del nuestro. El momento más tenso fue cuando vimos venir de lejos al revisor. Pero Pie tuvo la genial idea de escondernos en la nevera de una familia de suecos. Fueron momentos plenos de alegría y chistes, aprovechando que éramos prácticamente invisibles. Una vez en Tarragona, tuvimos que hacer un esfuerzo terrible por no visitar el centro de la ciudad. Cogimos el primer tren que iba a Cádiz. Nunca pensamos que tendríamos tanta suerte en esta parte de nuestra fantástica aventura. El aire acondicionado se había estropeado en el vagón donde estabamos ubicados. Hacia tanto frío que solo tuvo cojones de entrar un carpintero islandes que vendía salmón a taquitos.

Cádiz, la Tacita de Plata. Un nuevo e inconmesurable esfuerzo nos hizo esquivar lugares tan típicos como la Alhambra o la Giralda. Pero el calor hacía mella en nuestra delicada constitución física. Drácula estaba perdiendo coca-cola por momentos y Calipo suerte tenía del envoltorio especial. Pie me sonreía constantemente y me guiñaba un ojo. Pudimos llegar a Gibraltar gracias a que nos metimos cortesmente en un vehículo refrigerado.

África. El continente negro. La travesía infernal. La peor parte de toda nuestra fantástica aventura. Calor de día. Sofocante. Casi derretidos llegábamos a las noches, donde podíamos recuperarnos superando los cambios morfológicos que nos afectaban psicológicamente. Pie parecía un leproso al cual ya no se le podían distinguir los dedos. Drácula estaba pálido como la nata. Calipo seguía resistiendo gracias a su envoltorio de niño pijo. Y yo más que una mano parecía un muñón.

África nos pareció demasiado grande. Las distancias eran enormes. Argelía eterna. Calipo sufría mucho. Los trenes eran imposibles. Los autobuses un suicidio. Teníamos dos opciones. O viajábamos en avión hasta Sudáfrica y allí subíamos al primer barco rumbo a la Antártida o nos acercábamos a Nigería y ya desde allí nos íbamos en buque hasta nuestro destino final. Las dudas se disiparon cuando encontramos casualmente a una familia de Cuenca que estaba de safari y que se ofreció a llevarnos hasta Nigeria porque habían veraneado en Sitges el año pasado.

Desgraciadamente, y en una de las paradas para poner gasolina, Jaimito, el menor de los cuatro hijos, se comió a Drácula. La pérdida de nuestro amigo nos sumió en un profundo malestar, sólo aligerado cuando llegamos a Lagos. La familia nos pidió perdón en repetidas ocasiones e incluso Jaimito parecía arrepentido. Calipo era el más afectado del grupo puesto que conocía a Drácula desde hacía dos años y le había cogido cariño.

En Lagos, el capitán de un barco ballenero con bandera japonesa nos dijo que si limpiabamos las letrinas nos dejaba embarcar en su tripulación. El trabajo nos pareció arriesgado, pero el capitán nos dijo que en una semana podía dejarnos en la costa antártica. Los primeros dos días nos sirvieron para hacernos con la dura tarea encomendada. Como la mar estaba tranquila, el peligro de caer por el agujero del váter, mientras limpiábamos, era casi nula.

Pero el cuarto día de viaje coincidió con una terrible tormenta tropical que andaba desorientada debido al cambio climático. Calipo y yo estábamos limpiando las tazas mientras que Pie se dedicaba a blanquear los azulejos. El mar estaba embravecido y el barco se movía como una atracción salvaje. Calipo, para espantar sus males, silbaba la melodía de Titanic cuando perdió el equilibrio y cayó al fondo de la taza. Traté de lanzarle un trozo de papel higiénico, pero como era de una sola capa se rompió. Aquella fue la última vez que vimos a Calipo.

Comentamos la desgracia al capitán que nos dio fiesta. Pie parecía poco afectado por la perdida de nuestro segundo compañero de viaje. Creo que estaba celoso de él. Su envoltorio lo había convertido en el tipo más invulnerable del grupo. Yo sabía que le echaría de menos. Pero de nada servía lamentarse. Teníamos que levantar la cabeza y realizar un último esfuerzo para llegar a la tierra soñada.

La mañana que el capitán nos comunicó que iba a dejarnos un bote para que llegáramos a la costa, Pie y yo sentimos un escalofrío en el cuerpo. Tocábamos el cielo con la punta de los dedos. La tripulación nos despidió con salvas al cielo, lo que hizo de dos ballenas que andaban cerca pudieran escapar a tiempo. El bote llevaba dos remos. El esfuerzo final, bajo aquella mañana fría pero apacible, nos dejó exhaustos.

Y finalmente llegamos a la Antártida. Después de tanto sufrimiento, lo habíamos conseguido. Llorando de alegría nos abrazamos con fuerza y nos fundimos en un beso...

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