martes, 19 de julio de 2011

La ventana

- Cierra la ventana, Guillermo. Hay corriente de aire… - díjole la señora Tell a su encantador hijito de sonrojadas mejillas y sonrisa casi diabólica.

Pero Guillermo andaba demasiado ocupado tratando de mojar una de las coletas de su hermana Eugenia en el tazón de leche, sin un motivo aparentemente razonable.

La ventana, que no estaba dispuesta a esperar eternamente al chaval, se desplazó con fuerza, ayudada por un golpe de viento racheado. El tremendo estallido y posterior lluvia de cristales fue el catalizador de una de esas escenas domésticas donde hay bastantes gritos maternos, algunas miradas acojonadas al suelo y ración doble de collejas.

Guillermo y Eugenia acabaron fuera de la casa mientras su sufrida madre recogía resignada los pedacitos de vidrio que había por toda la cocina. Y en todo esto, que los niños se tropezaron de cara con el señor Guttenberger, su solitario vecino, que por la trayectoria que llevaba se diría que iba directo hacía su hogar.

- ¿Está vuestra madre en casa, niños? – preguntó con una estúpida sonrisa mientras le daba una enorme manzana a Eugenia.- Sí, está en la cocina, recogiendo cosas – respondió Guillermo.- Bien, bien, bien. Toma, chaval. Te dejo mi arco y mis flechas con una condición; os vais a jugar un ratito por el bosque ¿de acuerdo?

Guillermo cogió las armas y la mano de su hermana al unísono y se la llevó bastante lejos, en una escala infantil de distancias; o sea, a unos diez metros de la casa, más o menos. Guillermo había tenido una brillante idea.

- Eugenia, ponte la manzana en la cabeza. Pienso atravesarla con una flecha.- ¿Mi cabeza? – dijo la niña mostrando ciertas dotes dentro del extraño mundo de la clarividencia.- No, tonta. La manzana del señor Guttenberger. Ponte allí, delante de la ventana de la cocina…

La niña obedeció a su hermano mayor. Tenía miedo, por supuesto. Su hermano no era precisamente el mejor arquero del reino. Una vez, bajo la supervisión de su padre, habían estado tratando de dispararle a un roble de dos metros de anchura. Un pobre ciervo que pastaba despistado acabó con una flecha en el culo. Fue un domingo muy lamentable.

Cuando Guttenberger entró en la casa y encontró a la señora Tell a cuatro patas, recogiendo cristales, las ganas que le tenía se multiplicaron por mil. La agarró con fuerza por la cintura con el brazo derecho mientras con la manaza izquierda le tapaba la boca. Guttenberger tenía como cuatro veces la masa corporal de la señora Tell, así que le arrancó el vestido como si fuera de papel, dejando un hermoso cuerpo desnudo pataleando al aire. Entonces, la señora Tell sintió como algo enorme la penetraba brutalmente.

- Sigo pensando que no es buena idea, Guillermo – dijo Eugenia mostrando el triple de madurez intelectual que su hermano mayor.- Tranquila. Tú no te muevas y todo irá bien. ¿Recuerdas el día que le di al ciervo en el culo? Papá sigue pensando que apuntaba al árbol…- Ya, claro ¿puedo cerrar los ojos? – dijo la niña temblando.- Mientras no te muevas, haz lo que te de la gana.

Guillermo cogió una flecha; tensó el arco, apuntó hacia la manzana y rezó una oración sencilla para que el viento no cambiara de dirección en los próximos cinco segundos. Respiró hondo y, haciendo gala de una soberana estupidez infantil, soltó la flecha.

El viento no estaba de muy buen humor ese día. Así que mientras la flecha iba directa a la manzana, sopló con fuerza y desvió la trayectoria de la misma. Los niños no deberían morir de forma tan trágica, con una manzana sobre la cabeza, mientras violan a su madre. Afortunadamente, pasaba por allí un ángel llamado Gabriel, que se había perdido mientras iba a un concierto de Scorpions que se celebraba unos cuantos siglos más tarde. Gabriel vió el panorama, frunció el ceño, desvió ligeramente la flecha y desapareció haciendo un ruidito muy parecido a “flop” debido al salto espacio-temporal.

La señora Tell hubiera gritado de horror si esa manaza no hubiera estado sellando su boca. El señor Guttenberger trataba ahora desesperadamente de partirle el culo en dos con su enorme miembro. La mujer se movía entre el dolor y la desesperación, cuando oyó un ruido a su espalda muy parecido a “crunch” que no venía acompañado de ningún desgarro. De hecho, sintiose liberada del terrible acoso al que estaba siendo sometida. Otro ruido, equivalente al choque contra la Tierra de un meteorito de tamaño medio, invadió la cocina. Cuando la señora Tell se giró y vio a Guttenberger en el suelo con una flecha atravesándole la cabeza, tuvo una extraña asociación de ideas donde aparecían un Cupido vestido de negro y una nueva receta de pinchos morunos. Ahora sí que tenía la cocina llena de mierda, pensó. Y esta vez no era culpa de los niños. ¿Los niños? ¿Dónde estaban sus hijos? Se vistió como pudo con los harapos y salió gritando desesperada en busca de sus queridos retoños…

- Eres un idiota. Mamá nos matará, Guillermo – dijo Eugenia furiosa, lanzándole la manzana a su hermano con intenciones poco fraternales, mientras corría huyendo de los gritos de su madre.- Vale, vale. Hay días en los que todo me sale mal… - contestó Guillermo convencido de que hoy tocaba ración doble de collejas…

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