lunes, 18 de julio de 2011

Setas

No creo ser una persona muy delicada a la hora de comer. Prácticamente devoro de todo, salvo marisco, por cuestiones alérgicas, y no me importa degustar nuevos y exóticos alimentos. Me gusta acudir a restaurantes chinos, japoneses o de cocina árabe, no dejando ni una gota de salsa en el plato, aún en el caso extremo de no tratarse de salsa. Una vez explicado esto, paso a relatar una comida acaecida en casa de mis improvisados anfitriones, un día en el que, por cierto, no había ninguna mujer en casa...

En un principio vi la sartén. Era una sartén vieja, quemada y con muchos refritos a sus espaldas. Luego vi las patatas. Eran patatas hervidas o cocidas, muy parecidas a las que habíamos comido el día anterior. Es lo que tienen las patatas. Que todas se parecen, coño. Más tarde pude ver la cebolla. La cosa pintaba bien y olía mejor. Mi anfitrión y cocinero, por exigencias del guión, estaba preparando un plato que mucho me recordaba a una hermosa tortilla española.

Cuando empezó a batir los huevos dentro de una taza, con un arte inigualable para alguien que es escultor, mi boca empezó a hacerse agua. No aguanté más y le pregunté si iba a preparar una tortilla. Me contesto que no, haciéndose el intrigante. Esperé.

Tiró los huevos en la sartén y empezó a mezclar todos los ingredientes de forma bastante anárquica. Recé para que el huevo no quedara muy crudo. Yema, la diosa del huevo, escuchó mis plegarias. Aquello no tenía una pinta exquisita pero olía a tortilla.

Nos repartimos tan original manjar. Pensé que acompañamiento sería el más idóneo para un plato como ese. Al llegar a la mesa, no vi ninguna guarnición cerca, aunque bien es cierto que tampoco estábamos en la Galia. Mi anfitrión me invitó a sentarme y se dirigió hacia el frigorífico de donde sacó dos frascos. En uno había una ensalada muy especial, hecha en Moravia, parecida a la ensaladilla rusa pero bastante avinagrada. En el otro había algo parecido a un cruce entre seta y champiñón, con trozos de cebolla que, a simple vista, parecía exquisito. ¿He contado ya que soy un jodido miope?

Abrió los frascos y me ofreció degustar de ambos. Yo, ni corto ni perezoso, eché algo de ensalada sobre las patatas. Las setas, las puse en un rinconcito del plato. Había creado un combinado de aquellos que aparecen fotografiados en los mejores chiringuitos de la Costa Brava. Era digno de ser pintado y a la vez expuesto en los mejores museos culinarios del mundo. Una joya.

Como tenía hambre, y todo estaba preparado, no había motivo para retrasar, ni un segundo más, la ceremonia de apertura. Probé las patatas y comprobé que, efectivamente, el huevo estaba bien cocido y que aquello sabía a tortilla. Mi anfitrión comía abundante cantidad de setas, justificando su actitud con una frase célebre: "Es mi comida favorita". Así pues, pinché una de las setas y me la puse en la boca…

Jamás como caracoles. No por repugnancia, sino por lástima. Pero lo primero que pensé al masticar aquello fue en un caracol; no, miento, pensé en una jodida babosa cruda. Aquel trozo blando y resbaladizo de seta se movió como si tuviera vida propia de un rincón a otro de mi boca, no dejando ni una sola caries por visitar.

Mi anfitrión y cocinero me preguntó mi opinión acerca de sus setas. Tenía dos opciones: sonreírle o vomitar en su cara. Opté por la más diplomática. Le regalé una de las sonrisas más patéticas de toda la historia mientras la seta hacía kick boxing con mi campanilla. Y tragué. Como quién que traga una píldora. Y quise pensar que tal vez había topado con algún trozo defectuoso...

Me armé de valor, tomé otra seta y me la llevé a la boca. Hubiera agradecido que aquél segundo trozo tuviera un gusano enorme, preferentemente verde y con pelos. Me hubiera dado una razón de peso para escupirlo sobre la mesa. Miré a mi anfitrión; estaba ocupado con su cuchara, añadiendo montones de setas a su ya repleto plato. Casi me pareció que se movían entre las patatas. Sentí náuseas. Opté por una resolución arriesgada. Mezclé todos los ingredientes y añadí una tonelada de ensalada avinagrada, sonriendo como un completo imbécil. Por alguna estúpida razón social, no quería decepcionar a mi improvisado cocinero. Hice de tripas corazón, y nunca mejor dicho, y fui engullendo, no sin problemas, aquél mejunje.

Creo que llegué a beber seis vasos de agua durante la comida, cuando jamás bebo mientras como porque mi cerebro se colapsa. El tazón de té posterior que me metí entre pecho y espalda, hubiera humillado a cualquier inglés.

Me tratan bien. Estoy aprendiendo mucho. Pero tengo unas ganas enormes de regresar a casa, para volver a probar los deliciosos níscalos (rovellons, como los llamamos en mi tierra) con ajo y perejil...

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