lunes, 25 de julio de 2011

Gato

- ¿Puedes enseñarme a follar, tío? – me dijo con aquellos ojos saturados de inocencia, que me ponían los pelos de punta. Me lo miré de arriba a abajo. Me lo miré de izquierda a derecha. Pero lo mirara como lo mirara, mi sobrino no era precisamente una hermosura de felino. Delgaducho tirando a enclenque; con un feo pelaje de tono grisáceo que cubría su más que previsible esqueleto; sin presencia, ni porte, ni apenas bigotes. Una ruina con patas, vamos...

- Claro que sí – respondí algo contrariado y forzado.

Porque mi querida hermana, a quién debo más de un centenar de favores, me había pedido aquella misma tarde que le echara una mano a su, ya no tan pequeño, retoño.

- Tú eres un golfo, Mishifú. Un golfo con mayúsculas. De hecho, la palabra golfo la inventaron para definirte correctamente. Así que esta noche te envío a mi Silvestre y lo llevas para que se estrene – sentenció con una helada sonrisa en su rostro, que no admitía nada parecido a un no como respuesta. Y te aseguras que no le den liebre por gata. Y me lo devuelves sano y salvo. Y antes de medianoche. No quiero que lo confundan con ninguno de los sinvergüenzas de la pandilla de Los Pardos – ordenó con firmeza.

Mi hermana mayor sabía perfectamente de todas mis hazañas. Eso era malo. El soborno se instaló en mi vida ya en plena adolescencia. Porqué desde siempre he sido un gato al que le ha gustado vivir la vida. Se cuentan muchas estupideces y mentiras sobre nosotros los gatos; por ejemplo, y valiente gilipollez, que tenemos siete vidas. De siete vidas, nada de nada. Una y si te descuidas, corta. Por eso he disfrutado de miles de aventuras. Y he tenido cientos de amantes. Llegar, ver y triunfar. Es lo que tenemos los gatos: siempre caemos bien...

Por otro lado, mi fama de gran seductor ya había traspasado fronteras. Las gatitas de otros barrios hacían cola para probar mi cola, cerca de los Cubos de Basura Humana, maravilloso lugar de encuentro. Así pues, no era de extrañar que mi hermanita pensara en mí, para que yo fuera el maestro que llevara de la mano a su hijo para atravesar la frontera de la virginidad.

- ¿A dónde me llevarás tío? – me preguntó mientras movía su pequeña cola, al son de una rumba del Gato Pérez que salía de un local nocturno.

- Vamos hacía los Cubos de Basura que hay al final de la Calle de las Farolas. He quedado allí con alguien para pasar un buen rato. Una sorpresa. Te gustará. Esta noche vas a vivir una experiencia única. Perderás tu virginidad. Esta noche vamos a follar – dije tratando de animarme un poco, sin éxito.

Paseando hacia nuestro felpudo destino nos cruzamos con Benito. Benito era un enano de mierda. Pertenecía a la banda de Don Gato, el mayor de los mafiosos, quién gobernaba toda la parte sur de la ciudad, además de ser el dueño y señor del Ratódromo. Aunque Benito en sí, no era peligroso, sino más bien pequeño, borde y gordo, sí lo era cuando utilizabas lo que yo llamo la perspectiva espacio-temporal: aunque alguien no parezca peligroso aquí y hoy, sí puede serlo allí y mañana. Como yo soy un tipo educado al que le gustaría vivir muchos años, le saludé con un cordial Buenas noches, Benito mientras él eructaba...

Llegando ya a nuestro destino, nos encontramos con uno de mis colegas de fechorías. Ydrahuliko, era un enorme gato persa de casí 30 quilos. Las malas lenguas decían que su madre, una tal Duquesa, había tenido un affaire con un elefante indio del circo Ringlin. Por eso, decían, era tan grande y fuerte. Si se lo proponía, era capaz de levantar coches pequeños con el lomo hasta volcarlos (y normalmente se lo proponía varias veces al día). Ydrahuliko, sin decir ni media palabra, me guiñó un ojo...

Llegamos al final de la calle sin más encuentros. Los Cubos de la Basura Humana estaban a rebosar de restos de deliciosa comida. Había varias latas y botellas de bebida, entre ellas mi favorita: Gatorade. Trozos de sardinas, patas de calamares, cabezas de gambas y pedazos de chipirones. Su olor estimulaba mis sentidos, particularmente el olfato. La luz de las farolas era tan tenue como siempre. Sin embargo, aquél silencio sepulcral me dio muy mala espina... allí había gato encerrado.

Entonces, de entre las sombras, apareció aquel bicho. Un perrazo descomunal y maníaco homicida, diríase por su rostro. Del tamaño de un Camión de Basura Humana. Con una completa colección de brillantes dientes. Con unas mandíbulas capaces de triturar rocas graníticas. Y con una boca que podía engullir a mi pobre sobrino de dos mordiscos...

- Venga, ¿a qué esperas? ¡Corre! – le grité.

Empezamos a dar vueltas alrededor de los Cubos de Basura Humana. Debo reconocer que me sorprendió ver a Silvestre corriendo siempre por delante. Aquel enclenque era un auténtico velocista. El miedo, pensé. Yo sentía el aliento del perrazo a mis espaldas. Sus ladridos se clavaban en mi culo, rebotaban, y luego se oían a kilómetros de distancia. Perdí la noción del tiempo dando vueltas y más vueltas alrededor de los Cubos. Me dolían las patas y aunque aquel perrazo no parecía más rápido que nosotros se me antojó que sí parecía más resistente. Debía encontrar una solución. Y lo antes posible. Pero mientras mis patas hacían un último esfuerzo, escuché la estúpida vocecilla de mi sobrino que me decía:

- Escucha tío, yo ya estoy un poco cansado, así que follamos dos vueltas más y nos vamos.

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