martes, 26 de julio de 2011

La espera

Soledad

Cada día que pasa me siento más frío y solo. Estoy al filo de la locura. Qué demonios, estoy loco. Llevo demasiado tiempo lejos de él, sin sentir su calor, sin notar sus caricias. Me siento inútil sin tener sus manos cerca. Nada tiene sentido. El tiempo ha dejado de existir en la oscuridad que me envuelve. Ojalá pudiera llorar para expulsar el óxido que corroe mi alma. Algunas veces pienso que soy prisionero de mi propia locura. Quiero morir, quiero dejar de existir, quiero dejar de pensar…

El grito viene de fuera. Un escalofrío recorre mi ser. Algo que no puedo describir con palabras me dice que ha vuelto. Quisiera decirle donde estoy pero es innecesario. Oigo sus pasos cada vez más cerca. Una mano, fuerte y decidida, me arranca de la triste oscuridad de los últimos años. Su mano ha cambiado pero reconozco su forma de acariciarme. Siento su sonrisa reflejada en mi filo y el calor de mi dueño templa mi fría empuñadura. Otra vez juntos. Mi niño ha vuelto…

Realidades II

- David, por favor, abre la puerta. Debe ser el chico del supermercado con la compra de esta mañana.

David, algo molesto, dejó de ver su serie de dibujos animados preferida durante unos segundos y se acercó a la puerta. La entreabrió lo suficiente como para ver que no había nadie al otro lado, dio media vuelta y volvió a disfrutar de sus héroes televisivos.

Reposo

Discurso

Buenas tardes a todos… Si me ven muy colorado, les aconsejo que se escondan bajo las hermosas sillas donde reposan sus posaderas. Padezco de combustión instantánea…

Llevo toda la semana tratando de memorizar este estúpido texto. Sin éxito, por supuesto. Finalmente he pensado que si su majestad lee los discursos que le escriben, yo también debería poder leer los que me preparo…

No quisiera ponerme místico pero, que yo esté la tarde de hoy recogiendo este premio es una evidencia más del extraño sentido del humor que tiene Dios. Podría estar toda la tarde dando las gracias a un montón de personas, pero he preferido ser injusto como la vida misma. He buscado y hallado en Internet, un fichero oculto de la antigua biblioteca de Alejandría, un pequeño relato de autor anónimo que me gustaría leer, a modo de metáfora, parábola o hipérbole. Como mi nivel escrito de alejandrino es muy justito, pido perdón por anticipado si algún párrafo no tiene mucho sentido:

“Había una vez un desierto. Un desierto de ideas. Lleno tan sólo de arena. Un día muy lejano, fue atravesado por un alquimista de las palabras llamado Josué Ruí. Sólo cuando la Luna vistió el cielo de estrellas, Josué decidió descansar. Y se durmió. Y soñó. Y el desierto escuchó los sueños del alquimista.

A la mañana siguiente, se deslizó del bolsillo de Josué una semilla mágica, marcada con la letra C, de cardo borriquero. Y el alquimista siguió su camino.

Y pasaron muchos años, antes de que una hada jardinera, llamada Nunut, siguiera los pasos del alquimista y se tropezara con un patético cardo borriquero del tamaño de un pollo. Como era una gran persona mágica y mejor jardinera, regó con agua al pobre cardo antes de echarse a dormir. Y soñó. Y el desierto escuchó los sueños de la hada.

A la mañana siguiente, el cardo había crecido como por arte de magia y presentaba orgulloso el tamaño de un pingüino adulto. Nunut, maravillada por semejante hecho milagroso acaecido durante su periodo de vigilia, decidió quedarse unos días más al cuidado del curioso vegetal.

A la semana, ya podía divisarse desde varios puntos del planeta un frondoso oasis de cuatro mil hectáreas con un cardo borriquero en el epicentro. Y Nunut permaneció algún tiempo más en aquel extraño lugar...”

El relato, plagado de pergaminos ilustrativos demasiado grandes para traerlos y mostrarlos sin la ayuda de esclavos, continuaba unas mil quinientas páginas más. Pero creo que este fragmento es un buen epílogo.

Todo lo que existe tiene un principio y un fin. Así pues… FIN.

Realidades

No fue una gran idea pasar el fin de semana fuera de Barcelona. Tampoco lo fue coger el coche. Era demasiado tarde, había demasiado silencio y yo estaba demasiado cansado. Además lloviznaba. Desperté asustado, después del fuerte impacto, con el coche en la cuneta de aquella carretera comarcal, parcialmente empotrado en un enorme árbol. La puerta estaba entreabierta por el golpe y me arrastré como pude hacia el exterior. Tumbado boca arriba y viendo aquel maravilloso cielo estrellado, inicié mi particular parte médico. Me dolía la cabeza en general y particularmente el chichón que había aparecido en mi frente. Seguro que tenía alguna que otra costilla rota y mi rodilla derecha sangraba un poco...

Anduve bajo las estrellas sin que por mi vida se cruzasen las luces de ningún vehículo salvador. Esa carretera que tantos fines de semana había recorrido, siempre fue poco transitada. Por eso me gustaba. Cuando ya había decidido pasar la noche junto a una bonita señal de “prohibido adelantar”, vi una luz a lo lejos que bien podía ser la de una vivienda. Aquella zona estaba siendo colonizada rápidamente por los nuevos ricos. Tarde un poco en acercarme lo suficiente como para apreciar que se trataba de una antigua masía de dos plantas, pintada toda de blanco. La luz escapaba de una de las ventanas de la planta baja, protegidas por fuertes rejas metálicas. Traté de acomodarme la ropa, arreglar un poco mi pelo y llamé a la puerta con tres golpes secos...

Siempre libre

Rojos

Era Nochebuena. Una más, bajo un cielo limpio, despejado... magnífico; con luna llena incluida en el lote. Pasando un poco de frío entre mis cartones, en el oscuro fondo de un callejón sin salida que da a una de las avenidas principales de mi ciudad. En otra vida fui un ejecutivo; joven, altivo, arrogante, egocéntrico. Con mucho dinero y con demasiadas prisas. Arrollando, pateando y pisando a todo aquél que se me pusiera por medio. Yo era un auténtico cabrón.

Uno de mis muchos defectos por entonces, era que jamás obedecía a los hombrecillos rojos de los semáforos. Ellos me advertían siempre con su luz que debía detenerme. Yo solía atravesar media ciudad, sin prestarles atención. Hasta aquel día. Un veinticuatro de diciembre, dos chicas que iban en una motocicleta acabaron debajo de un camión al intentar con éxito no atropellarme. Por enésima vez, cruzaba una calle con el semáforo en rojo. Eran muy jóvenes... y bonitas. Acabé con sus vidas. Murieron en el acto... y yo, aunque parezca increíble (juicio e indemnizaciones aparte) morí con ellas...

Pero eso fue en otra vida. Una vida que trato de olvidar. Ahora sólo soy un pobre y desquiciado alcohólico que malvive en la calle, de la bondad y las limosnas de los demás.

Bebí un par de tragos más para celebrar que llegaba el día de Navidad y me quedé dormido. Soñaba que comía un delicioso pavo asado con ciruelas de guarnición y bebía el más exquisito y burbujeante de los cavas... cuando escuché aquellos gritos. Gritos que, en lugar de pedir pavo, pedían auxilio. Eran chillidos de muchachas. Me dolía un poco la cabeza y no supe hasta pasados unos segundos si estaba despierto, soñando o muerto. Como vi la luna deduje que todavía era de noche. Las luces de la gran avenida también iluminaban parte de mi estrecho callejón. Sin embargo, donde yo estaba estirado – protegido por mis cartones - reinaba la oscuridad.

A unos cinco metros de donde me encontraba pude distinguir un grupo de jóvenes. Había dos chicas, que evidentemente eran las que gritaban, y media docena de chicos. Ninguno de ellos tendría todavía veinte años. Dos de los jóvenes más robustos habían cogido a las chicas por detrás y les tapaban violentamente la boca con sus enormes manazas. Un tercero golpeó el estómago de una de ellas (la que más se revolvía), mientras le arrancaba la blusa, dejando al descubierto dos alucinantes pechos; empezó a lamérselos con asquerosa lujuria mientras la parte más oscura de mi ser ardía en deseos de imitarle. La otra muchacha estaba siendo magreada salvajemente por tres de esos cabrones, que ya habían conseguido quitarle los pantalones.

Me levanté sin apenas pensar lo que estaba haciendo. La parte menos oscura de mi espíritu estaba empezando a sentirse mal. Tras un pequeño sobresalto entre el grupo de jóvenes violadores (por la repentina aparición de un tipo de entre las sombras), dos de los gorilas sonrieron y vinieron hacia mí. Se habían percatado de que yo no era Batman...

Recibí un puñetazo en el estómago y tras dos segundos sin respirar, vomité sobre uno de ellos. El tipo exclamó unas cuantas lindezas sobre mi persona, por las cuales deduje que no íbamos a ser amigos. Esquivé una bota que iba directa hacia mi cabeza y aquél segundo gilipollas resbaló en mi vómito cayendo de espaldas sobre el mismo. Se puso también perdido. Aquello apestaba y les sentó fatal. A ambos. Ya no sonreían. Se estaban enfadando... y mucho.

Gateé como pude hasta donde estaba el resto del grupo. Las chicas tenían los ojos llenos de lágrimas, unos ojos que parecían haber albergado esperanzas con mi aparición. Pobres criaturas. Ambas estaban ya casi desnudas. Me parecieron preciosas.

Mientras permanecía hipnotizado por los maravillosos encantos físicos de las chicas noté que me levantaban aquellos dos energúmenos y me lanzaban con violencia contra una de las paredes del callejón. Reboté, y siguiendo una parábola perfecta, acabé contra el suelo. Boca arriba, como una pobre tortuga. Pude ver como unos ojos inyectados de sangre se acercaban a mí. Había cortado el rollo de aquellos desgraciados, al menos momentáneamente, y no parecían dispuestos a olvidarlo fácilmente.

De una patada que casi me revienta los intestinos fui a parar a la avenida principal. No había ni Dios. Dios suele pasar la Navidad en las casas de la gente de buena voluntad...

La avenida estaba iluminada por viejas farolas, deprimentes luces navideñas en forma de arboles e infinidad de semáforos. Mientras mi boca sangraba, me fijé que todos los semáforos estaban en rojo. Esta Navidad no trabajaba ni Dios ni los de tráfico, pensé. Por cierto, y hablando de trabajar, ¿donde estaban ahora los policías municipales que tantas veces me incordiaban durante el día?

Aquellos animales me volvieron a levantar y volé justo hasta el centro de la calzada. Me dolía absolutamente todo. Pero me levanté. El vino estaba haciendo milagros. Me importaba un bledo todo. Si tenía que morir, moriría. De todas formas ya estaba muerto. Cuatro de los tipos vinieron hacia mí, mientras los otros dos mastodontes seguían sujetando a las chicas en el callejón. Respiré hondo, busqué fuerzas donde no existían... antes de quedarme boquiabierto. ¿Era el vino o cientos de hombrecillos rojos estaban saliendo de los semáforos al unísono, dirigiéndose en formación militar hacia donde estábamos?. Al acercarse, se dividieron en varios pelotones. Había cientos. Miles. Y muchos más iban apareciendo - a la velocidad de la luz, por supuesto - desde todos los rincones de la ciudad...

Mientras tragaba saliva, mezclada con un poco de mi propia y dulce sangre, pude contemplar como los hombrecillos rojos rodeaban a los seis cabrones. Y entraron dentro de sus cuerpos, penetrando orificios nasales, bucales e incluso anales. Los muy cerdos empezaron a ponerse “calientes” – pero no metafóricamente, sino esta vez de verdad -. Estaban “rojos”, como si estuvieran ardiendo por dentro. Vaya, era difícil no apreciar que realmente estaban ardiendo por dentro. Se quemaban. Se retorcían por el suelo. Sus expresiones reflejaban el horror de lo que estaban sufriendo, pero no salían gritos de sus gargantas. Supongo que sus cuerdas vocales habían dejado de existir. En cinco minutos se convirtieron en un montón de carbonilla, que una suave brisa se encargó de esparcir por media ciudad. Pobres asmáticos. Las chicas yacían inertes en el suelo. Agotadas por la tensión habían perdido el conocimiento. Me acerqué a ellas e intenté vestirlas con algunos de mis harapos que tenía entre los cartones. Las abrigué todo lo que pude y aproveché para besar sus labios; ocasiones así no se pueden desaprovechar...

Noté un intenso calor en mi espalda. Me di la vuelta... muy lentamente. Sabía exactamente quién o qué estaba detrás de mi culo. Había un grupo de unos doce hombrecillos rojos que, sin rostro, me sonreían. Parecía ser que ¿Dios? había estado haciendo horas extras, también en Navidad. Los hombrecillos rojos dieron media vuelta y desaparecieron a la misma velocidad a la que habían aparecido. Regresaban a su hogar...

Me puse mi mugriento abrigo de los domingos, cogí mi última botella de vino, una colilla de puro reservada para las grandes ocasiones y paseando por la avenida silbé un alegre villancico. Que demonios, por fin era Navidad.

Desesperanza

Llevaba media hora encerrado entre aquellos muros que olían a tiza, matemáticas y mortadela cuando mi estómago empezó a rugir con fuerza. La señorita Pepita, que después de superar su tercera depresión volvía a ilustrarnos en materia humanística, miró dos veces por la ventana esperando encontrar un león paseando por el patio de la escuela. Yo soñaba con la hora del desayuno igual que una ninfómana sueña con entrar en el vestuario de Los Angeles Lakers. Y todavía faltaba una hora y media para hincarle el diente al bocadillo que cada día me preparaba mi adorable madre. Busqué la cartera que tenía situada a mis pies. Ésta, entreabierta, mostraba sensualmente la puntita del bocata, delicadamente envuelto con papel de aluminio. La señorita Pepita seguía con un ojo en la pizarra y otro en la ventana, esperando que el felino que rugía en su imaginación entrara en nuestra clase y se comiera a doce alumnos. El hambre es muy malo. Así que, desafiando todos los peligros habidos y por haber, me incliné ligeramente hasta coger el bocata que tenía que saciar mi hambruna. Afortunadamente, el silencio no era una de las características fundamentales de nuestra clase, y pude desenvolver parcialmente el bocadillo con mucho éxito. El primer bocado me supo a gloria. El queso se deshizo en mi boca, volviendo locas mis papilas gustativas. El segundo mordisco atrapo una cantidad de pan y queso tal, que podría haber alimentado a varias tribus del tercer mundo durante dos días. Y entonces sucedió algo trágico. Mi estómago se revolvió y rugió una vez más, mientras un sonoro pedo se escapaba por entre mis nalgas. Su mirada desequilibrada me atravesó. El felino desapareció de la enfermiza cabeza de la señorita Pepita. El bocadillo fue requisado. Desesperanza...

lunes, 25 de julio de 2011

Mirada

Ranas

Hoy me he levantado muy temprano. Como siempre. Algo de ejercicio físico. Higiene personal completa. Búsqueda de las imprescindibles gafas. Elegancia al escoger las prendas de vestir. Todo normal, vamos.

Al pasar junto a la tienda de comestibles que hay junto a mi casa, he visto una interesante oferta de donettes de chocolate. No he podido resistir la tentación. Mientras pago hablo del tiempo. Del mal tiempo. Llueve mucho para ser tan temprano. Al tendero le da igual porque no piensa acompañarme hasta el coche.

Contento por la maravillosa adquisición de mi delicioso almuerzo, canto bajo la lluvia porque tengo un gorro de lana parecido a una esponja. Mi hermoso coche, un Reanault 19 blanco, está lejos, lo cual me empapa aún más.

¡Que limpio que ha quedado gracias a la lluvia torrencial! Soy feliz. Entro en mi coche chorreando y dejo los donettes en el asiento de mi derecha ¡Ups! El cinturón de seguridad quedó fuera y también se ha mojado. No importa. Quito la barra antirrobo, mientras estornudo un poco...

Pongo el frontal extraíble de mi radio casete, mientras miro con ojos de enamorado el paquete de donettes. ¿Y si me como uno? Pues vale... Pero al intentar abrir el paquete, empiezan a croar unas ranas. Flipo. Pero mucho, ¿eh? Miro dentro del paquete. Nunca se sabe. Hoy en día obsequian cosas muy raras a los niños. Nada. Las ranas siguen croando con una nitidez espeluznante. Mi cerebro trata de recordar si se ha lavado la cara. Mi corazón palpita. ¿He muerto de pulmonía?

Las ranas callan. Silencio sepulcral. Mi mente coquetea con la demencia. ¿Ha sido imaginación mía? Y unos cojones. Eran ranas. De repente, Fuel de los Metallica estalla dentro del coche a toda hostia. Mi corazón se enrosca en el esófago y dejo de respirar durante una eternidad. Los donettes caen de mis manos. Al agacharme a cogerlos me doy con la frente en el volante, que resiste el cabezazo con firmeza y dignidad a partes iguales. Que bien hacen los coches estos jodidos franceses...

Levanto la cabeza y miro a mi derecha. La chica que lleva diez minutos esperando aparcar donde ahora me encuentro, ha soltado una carcajada que se ha oído hasta con los cristales subidos... hija de puta.

Calma. Bajo el volumen ensordecedor del radio casete y trato de poner el coche en marcha con la poca dignidad que me queda. La chica, congestionada por la risa, no muere. Me voy cabizbajo a trabajar. Putas ranas…

Minero

La puerta se abrió brutalmente. Y en mi clase, la del segundo curso, primer grado de Formación Profesional Electrónica, entró un tipo alto. Moreno de tez, con una sombra bajo la nariz llamada a ser un poblado bigote, llevaba chupa de cuero con tachuelas metálicas y tejanos tan ajustados que seguramente le estaban cortando la circulación a la altura de las ingles. Supongo que por esa razón andaba como si le hubieran robado el caballo. Me pareció un tipo bastante duro y terrorífico.

Con su entrada se produjo un insólito silencio sepulcral (habida cuenta que en mi clase somos más de veinticinco chicos). Nos encontrábamos en nuestro primer descanso del día, después de una soporífera clase de matemáticas, rebosada de interminables problemas basados en ecuaciones de segundo grado, y antes de una excitante clase de catalán, con la única profesora más joven de cincuenta años que he tenido en toda mi etapa escolar...

Recorrió, rodeado de silencio, unos cuatro metros hasta llegar junto a la enorme pizarra y la mellada mesa donde se ubicaban normalmente los profesores. Nos miró a todos como si fuéramos su rebaño particular de borregos, escupió algo verde en el suelo y nos soltó una frase de presentación muy corta pero contundente:

- Me llamo Jorge Greñas... y soy de La Mina.

Para todos aquellos que no sean de Barcelona debo hacer un paréntesis y explicar que es La Mina. La Mina es el nombre que recibe un barrio marginal y marginado, muy próximo a la periferia de Barcelona. Uno de aquellos lugares que casi nunca aparecen en las guías turísticas. En círculos sociales bien informados en Realidad Cotidiana Barcelonesa, decir que eres de La Mina es como informar que eres inmortal o dicho de otra manera; recuerdas a todos los que te rodean que son muy mortales...

Dos segundos y medio después de tan breve discurso, y en medio del silencio que descubrió a tres o cuatro estómagos hambrientos, se levantó Quini, un tipo que podría darle una paliza a Conan el Bárbaro si ambos hubieran coincidido en el tiempo y le contestó:

- Pues que bien. Te vamos a llamar el Minero.

Y la clase entera explotó en forma de risa, haciendo añicos el silencio que milagrosamente se había mantenido durante casi dos minutos.

Aquí voy ha realizar un segundo y último paréntesis. Mi escuela, colegio o centro de Formación Profesional está repleto de tipos singulares y ciertamente atípicos para esa parte de la sociedad que podríamos considerar como normal. Yo he sobrevivido durante más de un curso entero gracias a mis habilidades negociadoras; a cambio de dejar copiar en los exámenes a todos los que tengo alrededor obtengo protección. Eso y un par de colegas (con los que compartí sexto, séptimo y octavo de EGB y que me tienen cogido afecto) me ha servido para convertirme en el primer y único empollón de la clase que no recibe ni una sola de la habitual ración de collejas que se reparten a diario.

Sigamos. El Minero se puso rojo de ira, tensó todos los músculos de su cuerpo (especialmente los que le sujetaban la enorme mandíbula) y la verdad es que las venas de sus ojos quedaron inyectadas de sangre. Sentí un poco de miedo. Algunas veces, cuando se reparten tortazos en cierto tipo de reyertas – ya sean individuales o colectivas -, suele caerte uno o varios golpes como sin querer, y la verdad es que Quini estaba sentado dos pupitres detrás de mí.

Miré con el ojo izquierdo a Quini mientras iba hacia Jorge Greñas; y con el derecho vi como éste bajaba su coloración facial rápidamente hasta llegar a un blanco cera que le daba un aspecto como de Drácula pero en versión macarra. Supongo que lo último que esperaba aquél pobre tipo era encontrarse con alguien que, después de su terrible pronunciación, se atreviera a responderle. Además, la clase entera se había envalentonado y aquella situación se le escapaba por momentos de las manos.

Todo aquello me recordó un poco a un circo romano; el valiente gladiador aparece en escena con su bonito uniforme; el público aguarda en silencio; y de pronto, en lugar de salir cuatro o cinco cristianos escuálidos, aparece un león de dos mil quinientos kilos que hace que el gladiador deseé haber sido carpintero como su padre...

El Minero intentó abrir la boca para decirle algo a Quini, pero antes de que fuera capaz de articular ni una sola palabra, éste sacó un bozal de perro (¿?) del interior de su bolsillo y a la velocidad de la luz se lo puso al pobre Jorge Greñas. La verdad es que sentí algo de pena por el pobre tipo. Aunque hubiera sido un poco chulo durante algunos segundos, estaba a punto de pagar un precio muy alto. Estaba pasando del cielo al infierno en tan solo tres minutos; y tal y como le iban las cosas no conseguiría el respeto ni del más tonto de la clase aunque viviera doscientos años.

Quini le ordenó que se pusiera a cuatro patas y le dijo que iban a dar un paseo por la clase. El Minero trató nuevamente de balbucear algo incluso con el bozal puesto, pero Quini le cogió por el cuello y le obligó a ponerse de rodillas. Mis retinas siempre recordaran a Jorge Greñas, el Minero, a cuatro patas con un bozal de perro puesto y dando dos vueltas enteras al perímetro exterior de la clase, ante las risas de absolutamente todos los presentes. Debo reconocer que, aunque Quini seguramente nos libró de un nuevo chulo, aquella situación me hizo recapacitar repetidas veces del papel que todos tenemos en el universo en que vivimos. Y el papel que le tocó interpretar al Minero aquél día fue patético.

Cuando Quini se cansó de pasearlo delante de nuestras narices lo soltó y el Minero, libre de bozal y de nuevo dueño, con su chupa de cuero con tachuelas y sus vaqueros ajustados fue a sentarse solo en un pupitre cerca del fondo, donde poder lamerse todas sus heridas, que no eran tanto físicas como psicológicas, aunque tampoco le hubieran ido nada mal un par de rodilleras...

Cuando la joven profesora de catalán entró en nuestra clase, la tormenta para el Minero había pasado. La profe nos miró a todos extrañada, detectando la alta cantidad de felicidad ambiental existente, reflejada en muchas caras que todavía seguían coloradas y congestionadas por la risa. Sin embargo, ella y sus pantalones ajustados concentraron rápidamente las miradas de todos los presentes e incluso Jorge Greñas, el Minero, esbozó una leve sonrisa. Y cuando empezó a escribir en la pizarra supimos que, al menos durante una hora, tendríamos otras cosas en que pensar...

Tortuga

Rafael miró hacia la verde y espesa copa del gigantesco árbol que tenía ante él. Si los árboles tuvieran ojos, la mirada de éste hubiera sido desafiante. Rafael respiró profundamente. Y una vez más, inició la escalada por el tronco de aquel viejo roble.

Tras cinco años de perseverancia, el pequeño quelonio había desarrollado unas zarpas y unos músculos jamás vistos en su especie. Rafael había evolucionado físicamente en un lustro lo que toda su especie en cuatrocientos. Si por desgracia algún día cayera en manos de científicos humanos, con toda seguridad lo catalogarían como tortuga mutante (con posibles inclinaciones hacia las artes marciales orientales más milenarias). Y seguramente acabaría sus días en un triste parque zoológico...

Observando con atención las evoluciones de la pequeña tortuga, se encontraba - entre otros muchos curiosos- Sabiola, el conejo.

“Ese maldito conejo blanco ha venido otra vez” – pensó Rafael, que no perdonaba a Sabiola haber tenido la lamentable pero inocente ocurrencia de pedirle a la pequeña tortuga si quería hacer una carrera con él. “Sabiola siempre se ríe de mi” – sentenció dentro de su pequeña mente. (La realidad, sin embargo, era otra muy diferente. Primero, el conejo se sentía solo y siempre buscaba alguien con quién jugar. Segundo, y más importante, Sabiola tenía una predisposición genética a la sonrisa y eso le hacia parecer cínico ante la parte más susceptible de la comunidad de animales del bosque. Pero en el fondo era un buen tipo).

A todo esto, Rafael ya había escalado casi un metro de árbol. Su tesón, su fuerza de voluntad y su coraje le mantenían pegado al tronco en un espectáculo casi mágico. Su hermoso caparazón brillaba, aunque mellado por cientos de caídas, bajo un espléndido sol de primavera. Cada movimiento suponía un esfuerzo físico y técnico desmesurado para alguien de su especie. Y por primera vez en la historia moderna de los reptiles, una tortuga sudó. La gota viajó desde la frente hasta la cola, atravesando el caparazón por dentro y provocándole no pocas cosquillas, que todavía complicaron más - si cabe - el vertiginoso ascenso.

Tras seis largas horas de tensión y sufrimiento extremo, Rafael llegó -por primera vez en toda su vida- a una rama lo suficientemente ancha como para que (después de una maniobra imposible) pudiera andar sobre ella sin perder el equilibrio. Estaba muy cansado. La emoción y el agotamiento hicieron que su corazón latiera con una fuerza inusitada, intentando hacer explotar su caparazón... sin éxito, afortunadamente. Pero también se sentía eufórico. Feliz. Exultante...

Y entonces, un rugido ensordecedor en forma de aplausos estalló. Era el reconocimiento de una parte de la comunidad del bosque (la más curiosa, sin duda) que, aunque nunca entendió por qué Rafael intentaba subirse al árbol, valoraba el esfuerzo de la pequeña tortuga.

Cuando llegó, más o menos, a la mitad de la rama escogida (donde ésta empezaba a estrecharse peligrosamente) el sorprendente quelonio se detuvo. Rafael observó una vez más aquel cielo que le maravillaba y le atraía desde hacía tiempo. Miró hacia un lado y luego hacia otro, y giró y giró durante un buen rato en aquella rama a modo de peonza acorazada, entre los vítores de su entregado, expectante e impaciente público.

Nadie sabía qué iba a suceder ahora. Sólo Dios adivinaba lo que estaba pasando en aquellos momentos por la cabeza del fantástico quelonio. Aunque tampoco lo comprendía demasiado. Pero bastante trabajo tenía Dios intentando comprender a los hombres como para molestarse en analizar qué diablos hacía una tortuga subida a un árbol. Así que cansado de tanto esperar, se fue a jugar a los dados, en contra de las creencias de algunos mortales, quizás demasiado ingenuos.

Rafael cogió aire nuevamente. Apretó sus encías (todo el mundo sabe que las tortugas no tienen dientes). Dio un pasito hacia atrás. Y se impulsó brutalmente hacia el vacío, moviendo sus cuatro patitas al unísono a modo de patéticas, estériles e inútiles alas, ante la mirada incrédula y horrorizada de todo su público. Y cayó en picado desde más de quince metros sobre la cabeza de Vamvi, un joven y despistado cervatillo que pasaba en ese momento por allí, rebotando de ésta hasta la fresca hierba que acabó de amortiguar su vertiginoso descenso.

Una vez en el suelo, Rafael comprobó con satisfacción que tenía todos los huesos enteros. (Vamvi estuvo inconsciente durante cinco días, pero finalmente se salvó. Aunque le quedaron algunas leves secuelas y una extraña tendencia a babear generosamente).

La mirada de la tortuga tal vez reflejaba perplejidad y sorpresa, pero nunca jamás desánimo ni rendición. Miró a su alrededor y pudo ver una vez más la sonrisa de Sabiola (interiormente el conejo estaba petrificado). No era el único que mostraba sus emociones. Había un par de ardillas de la parte sur del bosque que se retorcían con lágrimas en los ojos y Ernesto, el viejo búho, había dejado de respirar debido a la risa (el sapo Jeremías intentaba desesperadamente hacerle el boca a pico para reanimarlo). Rafael guiñó un ojo a una pareja de hermosos gorriones que le observaban desde su nido, miró hacia la copa del gigantesco árbol e inició de nuevo otro mítico ascenso.

La pareja de gorriones, con un semblante tan serio como triste estuvo en silencio durante unos segundos. Ellos no parecían divertirse con lo que estaba sucediendo. El silencio se mantuvo unos segundos hasta que la hembra, dada su condición de madre, no pudo más y rompió a llorar desesperadamente. Entre sollozos, le dijo a su esposo:

- Claudio querido, creo que ha llegado el momento de decirle a nuestro hijo Rafael que es adoptado...

Alegorías

Gato

- ¿Puedes enseñarme a follar, tío? – me dijo con aquellos ojos saturados de inocencia, que me ponían los pelos de punta. Me lo miré de arriba a abajo. Me lo miré de izquierda a derecha. Pero lo mirara como lo mirara, mi sobrino no era precisamente una hermosura de felino. Delgaducho tirando a enclenque; con un feo pelaje de tono grisáceo que cubría su más que previsible esqueleto; sin presencia, ni porte, ni apenas bigotes. Una ruina con patas, vamos...

- Claro que sí – respondí algo contrariado y forzado.

Porque mi querida hermana, a quién debo más de un centenar de favores, me había pedido aquella misma tarde que le echara una mano a su, ya no tan pequeño, retoño.

- Tú eres un golfo, Mishifú. Un golfo con mayúsculas. De hecho, la palabra golfo la inventaron para definirte correctamente. Así que esta noche te envío a mi Silvestre y lo llevas para que se estrene – sentenció con una helada sonrisa en su rostro, que no admitía nada parecido a un no como respuesta. Y te aseguras que no le den liebre por gata. Y me lo devuelves sano y salvo. Y antes de medianoche. No quiero que lo confundan con ninguno de los sinvergüenzas de la pandilla de Los Pardos – ordenó con firmeza.

Mi hermana mayor sabía perfectamente de todas mis hazañas. Eso era malo. El soborno se instaló en mi vida ya en plena adolescencia. Porqué desde siempre he sido un gato al que le ha gustado vivir la vida. Se cuentan muchas estupideces y mentiras sobre nosotros los gatos; por ejemplo, y valiente gilipollez, que tenemos siete vidas. De siete vidas, nada de nada. Una y si te descuidas, corta. Por eso he disfrutado de miles de aventuras. Y he tenido cientos de amantes. Llegar, ver y triunfar. Es lo que tenemos los gatos: siempre caemos bien...

Por otro lado, mi fama de gran seductor ya había traspasado fronteras. Las gatitas de otros barrios hacían cola para probar mi cola, cerca de los Cubos de Basura Humana, maravilloso lugar de encuentro. Así pues, no era de extrañar que mi hermanita pensara en mí, para que yo fuera el maestro que llevara de la mano a su hijo para atravesar la frontera de la virginidad.

- ¿A dónde me llevarás tío? – me preguntó mientras movía su pequeña cola, al son de una rumba del Gato Pérez que salía de un local nocturno.

- Vamos hacía los Cubos de Basura que hay al final de la Calle de las Farolas. He quedado allí con alguien para pasar un buen rato. Una sorpresa. Te gustará. Esta noche vas a vivir una experiencia única. Perderás tu virginidad. Esta noche vamos a follar – dije tratando de animarme un poco, sin éxito.

Paseando hacia nuestro felpudo destino nos cruzamos con Benito. Benito era un enano de mierda. Pertenecía a la banda de Don Gato, el mayor de los mafiosos, quién gobernaba toda la parte sur de la ciudad, además de ser el dueño y señor del Ratódromo. Aunque Benito en sí, no era peligroso, sino más bien pequeño, borde y gordo, sí lo era cuando utilizabas lo que yo llamo la perspectiva espacio-temporal: aunque alguien no parezca peligroso aquí y hoy, sí puede serlo allí y mañana. Como yo soy un tipo educado al que le gustaría vivir muchos años, le saludé con un cordial Buenas noches, Benito mientras él eructaba...

Llegando ya a nuestro destino, nos encontramos con uno de mis colegas de fechorías. Ydrahuliko, era un enorme gato persa de casí 30 quilos. Las malas lenguas decían que su madre, una tal Duquesa, había tenido un affaire con un elefante indio del circo Ringlin. Por eso, decían, era tan grande y fuerte. Si se lo proponía, era capaz de levantar coches pequeños con el lomo hasta volcarlos (y normalmente se lo proponía varias veces al día). Ydrahuliko, sin decir ni media palabra, me guiñó un ojo...

Llegamos al final de la calle sin más encuentros. Los Cubos de la Basura Humana estaban a rebosar de restos de deliciosa comida. Había varias latas y botellas de bebida, entre ellas mi favorita: Gatorade. Trozos de sardinas, patas de calamares, cabezas de gambas y pedazos de chipirones. Su olor estimulaba mis sentidos, particularmente el olfato. La luz de las farolas era tan tenue como siempre. Sin embargo, aquél silencio sepulcral me dio muy mala espina... allí había gato encerrado.

Entonces, de entre las sombras, apareció aquel bicho. Un perrazo descomunal y maníaco homicida, diríase por su rostro. Del tamaño de un Camión de Basura Humana. Con una completa colección de brillantes dientes. Con unas mandíbulas capaces de triturar rocas graníticas. Y con una boca que podía engullir a mi pobre sobrino de dos mordiscos...

- Venga, ¿a qué esperas? ¡Corre! – le grité.

Empezamos a dar vueltas alrededor de los Cubos de Basura Humana. Debo reconocer que me sorprendió ver a Silvestre corriendo siempre por delante. Aquel enclenque era un auténtico velocista. El miedo, pensé. Yo sentía el aliento del perrazo a mis espaldas. Sus ladridos se clavaban en mi culo, rebotaban, y luego se oían a kilómetros de distancia. Perdí la noción del tiempo dando vueltas y más vueltas alrededor de los Cubos. Me dolían las patas y aunque aquel perrazo no parecía más rápido que nosotros se me antojó que sí parecía más resistente. Debía encontrar una solución. Y lo antes posible. Pero mientras mis patas hacían un último esfuerzo, escuché la estúpida vocecilla de mi sobrino que me decía:

- Escucha tío, yo ya estoy un poco cansado, así que follamos dos vueltas más y nos vamos.

Perdidos II

Nos miramos por enésima vez; Jasper además de frío, sed y hambre tenía herido su orgullo. Desde que nos perdimos no paré de reprocharle el no saber leer el mapa. La verdad es que yo jamás quise intentar descifrarlo y Mendros lo hubiera utilizado para hacer fuego. Hablando de Mendros, éste parecía muy afectado, más por la falta de comida que por el frío glacial que se empeñaba en convertirnos en bonitos mamarrachos de nieve.

- Deberíamos intentar de nuevo encender un fuego Jasper, de lo contrario no veremos salir el sol.
- ¿Lloverá mañana? - preguntó, no sin esfuerzo, Mendros.
- No hay nada seco a nuestro alrededor Divad, ¿cómo quieres encender ese fuego?. Creí que después de la última intentona te dabas por vencido...
- La situación actual es desesperada, o encendemos el fuego o no lo contamos.
- Creo que exageras, y también creo que esto ya no puede empeorar...

En aquel momento un relámpago iluminó el cielo, seguido de cerca por un trueno que posiblemente despertó a todas las criaturas salvajes de los alrededores. Empezó a llover. Jasper podía ser un buen líder, pero jamás ganaría una moneda de oro como adivino. Empecé a rezar las pocas oraciones que había aprendido, para hacer mi entrada al otro mundo con buen pie. Tropecé con la raíz de un árbol y fui a parar de bruces al suelo. Justo un segundo más tarde un rayo pasaba a escasos metros de nuestras cabezas alcanzando su copa y partiéndolo en dos.

Lluvia...lluvia...lluvia. Durante más de una hora aguantamos el tremendo temporal que cayó sobre nosotros. Parecía como si el cielo no estuviera de acuerdo en que siguiéramos adelante con nuestro propósito. Aunque a estas alturas ni nosotros mismos sabíamos qué diablos nos proponíamos. Mi cabeza empezó a dar vueltas, mi cuerpo se cansó de obedecer a mi cabeza y el suelo golpeó con fuerza mi cuerpo.

Oscuridad. Traté de centrar todos mis sentidos. No lo conseguí. Intenté mover mis brazos. No lo conseguí. Sentí miedo, mucho miedo. Nunca esperé nada de la muerte, pero aquello era peor que nada. Era consciente de que estaba muerto, o al menos estaba convencido de ello. De pronto oí algo. Sonidos guturales, de ultratumba, iban acercándose a mí. Aquello era peor que una pesadilla. Súbitamente noté cómo mi alma era sacudida por vientos demoníacos, como las voces crecían en intensidad. El terror que se apoderó mi hizo que mis difuntos párpados se levantaran; ver a Mendros, a menos de un palmo de mi nariz, sacudiendo todo mi cuerpo y gritando como un poseso hubiera sido, en cualquier otra circunstancia, causa de pesadillas durante meses... Sin embargo le besé.

- Puaj !!!. Eso que has hecho es asqueroso.
- Lo siento Mendros, pero no he podido reprimir este impulso. No te puedes ni imaginar de dónde me has hecho regresar.
- Esta bien muchachos, dejad las escenas de amor para más tarde. Tómate esto Divad, te sentará bien. - Me dijo Jasper, al tiempo que me ofrecía un recipiente con algo que desprendía cierto calor.

Alzheimer

- He soñado con el demonio, mamá.

Sonia sintió que un escalofrío la atravesaba lentamente, desde los pies hasta la cabeza, regocijándose en cada uno de los lugares más recónditos de su todavía bonito y esbelto ser. Dejó de preparar el café y se giró lentamente hacia la mesa donde desayunaba su hijo.

- ¿Qué has dicho, Luis? – preguntó como si no hubiera querido entender al pequeño.
Digo, que he soñado con el demonio, mamá – el rostro del niño carecía de emociones, aunque el bocado que le pegó al sándwich de queso fue descomunal para alguien de su edad.
- Y dime… ¿Cómo sabes que se trataba del demonio, cariño?
- El mismo me lo ha dicho – sentenció con una tranquilidad que le quebraba el alma.
- Luis, amor mío… ¿te encuentras bien? – la voz de Sonia empezaba a temblar y dos lágrimas luchaban contra la fuerza de la gravedad para no caer demasiado pronto.
- No, mamá. No me encuentro bien. Lo sabes… Perfectamente – pronunció esta última palabra recreándose en cada sílaba, mientras su mirada, profunda y oscura, la torturaba durante unos breves segundos.

Luis pegó un segundo y desmesurado bocado al sándwich, abriendo unas fauces repletas de afilados dientes que se llevaron por delante el pan de molde, dos lonchas de queso, margarina vegetal untada con esmero y varios dedos. El pequeño miró entre divertido y sorprendido como sus pequeños muñones derramaban salsa de tomate.

Sonia sintió una gigantesca náusea. Se tapó inútilmente la boca con ambas manos incapaz de detener el torrente de vómitos que escapaban de ella y se esparcían por el suelo de la cocina. Algunos tropezones saltaban como pececillos de un mar viscoso, en un desagradable y dantesco espectáculo. Sonia trataba de coger aire, de respirar, pero le resultaba fisiológicamente imposible. Cayó de rodillas, asfixiándose. Y mientras su dulce pequeño soltaba una risotada diabólica, notó como todo su entorno se desvanecía entre una espesa y fría niebla.

Despertó sobresaltada, bañada en un sudor helado que la hacía titiritar de frío. Notó, asustada, que estaba atada por las muñecas y los tobillos con anchas tiras de cuero. Una de las enfermeras, que apareció de repente a su lado, le acarició el brazo y le pidió, con voz dulce, que se tranquilizará.

Las luces del quirófano sólo la confundían un poco más, y tardó varios segundos en entender que estaba en un Hospital. Pudo distinguir a dos enfermeras más yendo de aquí para allá. Un par de médicos, a los que juraría no haber visto nunca en su vida, se acercaron para observarla con curiosidad animal. Seguía alternando espasmos nerviosos con temblores de frío y nadie parecía dispuesto a taparla con una manta...

Con las mascarillas y los gorritos verdes cubriendo parcialmente los rostros del equipo médico, le resultaba imposible distinguir a su ginecólogo. Y aquella maldita luz que tanto le molestaba, le impedía fijar correctamente la vista en nada que no fuera su propia nariz.

- Sonia, ¿te encuentras bien? – le preguntó una voz que le resultaba vagamente familiar.
- ¿Doctor? ¿Es usted? – preguntó Sonia utilizando un tono que tenía todo el cariz de una súplica.

Sin decir ni una sola palabra, los allí presentes se pusieron a ambos lados de la mesa del quirófano, improvisando una especie de ridículo baile que terminó formando un marcial pasillo humano, de un verde que dolía a la vista por lo cromáticamente feo que era.

Se oyeron tres golpecitos suaves en la puerta de acceso a la habitación, y otra vez, la dulce voz de la enfermera le pidió tranquilidad. Su corazón la delataba palpitando como un tambor. Cuando la puerta se abrió de par en par, un extraño olor se coló furtivamente. Azufre. Sonia levantó un poquito la cabeza, intentando ver lo que sucedía por encima de su barriga, antes de enloquecer…

- He soñado con el demonio, mamá – dijo su pequeño Luis, vestido igual que la miniatura de un cirujano y armado con un enorme y reluciente bisturí de doble filo en la mano derecha.

Y mientras su hijo se acercaba amenazante, soltando otra risotada diabólica, Sonia notó como todo su entorno se desvanecía entre una espesa y fría niebla.

- He vuelto a tener pesadillas, Luis – la voz sonaba quebrada, rota, vencida.

Las ojeras de Sonia ya casi tenían el tamaño de la isla de Manhattan e incluso respetaban el mismo color de los tejados de la Gran Manzana. Por no hablar de los quince quilos que había perdido en menos de ochos semanas, a partir del momento en que su padre había empezado a empeorar. Justo después del accidente…

- ¿Otra vez el mismo sueño de siempre? ¿El sueño en el que te aparece papá como un niño? ¿Ese donde estás en una mesa de quirófano? – preguntó su hermano con ternura, mientras le cogía la mano con fuerza.
- Sí. Bueno. Antes sueño con la amputación. Con el accidente de la cocina. Creo que voy a volverme loca – explicó, echándose a llorar.

Ambos hermanos se fundieron en un abrazo, sentados en el cómodo sofá de imposible estampado vegetal, hasta que la puerta del comedor se abrió para dar paso a un anciano de rostro afable pero de mirada profunda y oscura. Tal vez apagada…

- ¿Quién es ese hombre al que estás abrazando, mamá? - preguntó el viejo patriarca con una tranquilidad que a Sonia le quebraba el alma.

Luis se puso en pie. Con un gracioso y simpático ademán, ayudó a su hermana a levantarse. Se acercaron lentamente a su anciano y enfermo progenitor y le regalaron dos sonrisas, interiorizando un mar de lágrimas que los ahogaba lentamente. Y mientras besaban las mejillas de su padre con fuerza, éste, estupefacto, se preguntaba cuanto tiempo debía faltar para la hora de la merienda…

miércoles, 20 de julio de 2011

The Iron Horse Hotel

Perdidos

La luna nos observaba desde lo alto de un cielo estrellado. Era una luna llena, bellísima, exhultante, cuyo resplandor iluminaba todo nuestro alrededor. Era el tipo de luna que todos los enamorados desean para una cita romántica con el amor de su vida. Sí, aquella luna invitaba al paseo, a la contemplación, al ensueño...

La realidad que nos envolvía bajo esa luna era tal vez un poco diferente. Para empezar la temperatura ambiente en esos momentos habría hecho titiritar de frío a un pingüino. Y hacia horas que no bebíamos el agua que aún conservábamos en las cantimploras debido a que no sabíamos cómo sacarla del interior de las mismas. Encender un fuego se había convertido en la más grande de las utopías debido a la altísima humedad reinante. Además, llevábamos sin comer desde el mediodía. Todo eso unido a la caminata posterior, hacía de nuestro grupo un bonito segundo plato para cualquier ave carroñera de los alrededores (siempre y cuando al ave en cuestión no le importara comer cosas frías).

Todas estas circunstancias habrían sido más o menos anecdóticas, salvo por un pequeño detalle; estábamos perdidos. Cuando uno se pierde, lo primero que se pregunta es en qué árbol ha girado de manera equivocada. Lo segundo que pasa por su mente es preguntarse porqué no prestó más atención en la escuela cuando su maestro enseñaba como orientarse con los astros. Y lo tercero, y tal vez más importante que pasa por la cabeza de un recién perdido, es preguntarse por qué diablos no se había clavado los dos pies junto al portal de la puerta de su casa.

Si había algo con lo que me podía consolar, en semejante situación, era que no estaba solo. Conmigo estaban Jasper y Mendros. Jasper había sido el "cerebro" de la operación. Fue él quien encontró el plano del "tesoro", (metido en un pequeño baúl de su difunto abuelo). Jasper nos juró que aquello era auténtico (su abuelo fue corsario) y que no compartiría el mismo con aquellos que, según palabras textuales, "no se unan a mi expedición". Jasper era un líder entre los chicos de la aldea, además de uno de mis mejores amigos, así que no le fue muy difícil convencerme para que le acompañara.

Mendros era diferente a Jasper. Bueno, para ser más exactos, Mendros era diferente al resto de los chicos del pueblo. Para empezar era dos palmos más alto que cualquiera de los muchachos de su edad. Su constitución física hacia suponer que su madre había tenido alguna aventura con un oso de los alrededores (un oso muy grande). El tamaño y la fuerza de Mendros eran dos de los dones que el Creador le había otorgado. El don de la inteligencia brillaba por su ausencia. Mendros se unió a la expedición tan pronto como se lo propusimos. Tenerle cerca era una garantía de seguridad.

El planeta de los simios

Daría un huevo por conocer personalmente a Tim Burton. O lo cedería a la ciencia una vez muerto. Lo que os parezca más altruista o más lejano en el tiempo. Una vez afirmado esto, empiezo mi amable disertación…

Ayer me sucedieron dos sorprendentes hechos que para mí tienen difícil explicación para la ciencia moderna. Tuve que presenciar ante mis propios ojos como Guardiola, entrenador del F.C. Barcelona, alineó una vez más a un tipo que se llama Hleb y que probablemente sea camarero; y visioné, por segunda vez en mi vida y sin ninguna explicación lógica que me justifique, El Planeta de los Simios de Tim Burton. Como sé que estoy rodeado de intelectuales, dejaré el tema deportivo para que lo sufra en silencio mi hígado y haré un breve comentario sobre lo que me parece esta película.

Si yo fue razonablemente poderoso, y creedme que Dios existe sólo para controlar este punto, organizaría una cena con los productores, guionistas (especialmente con estos), responsables diversos (consideradlos daños colaterales) y Tim Burton. Por supuesto, habría conseguido retirar del mercado hasta la última copia de la mencionada obra, y las tendría todas ordenaditas en una gran hemeroteca que haría llorar de rabia al departamento del National Geographic que trata con monos.

Repito. Si yo fuera razonablemente poderoso, les haría tragar semejante bazofia (videos, cintas, DVD) untada en mierda, aun a riesgo de ser redundante, para que les quedara fijado en su estúpido cerebro mi concepto abstracto de su jodida obra (recordad que eso sería importante debido a mi poder)…

Porque, y aquí ha llegado el momento de dejar de leer si te ha gustado la película, sólo si eres un primate subdesarrollado incapaz de distinguir tu polla de un plátano maduro puede entretenerte semejante basura. Es un insulto a la inteligencia, tanto de humanos como de simios, y cualquier persona involucrada en el proyecto merece ser convertido en Banana Split (una Thermo Mix podría servir) y devorado por todos los monos del zoológico de su jodida ciudad.
Otro día hablamos de fútbol… porque si yo fuera razonablemente poderoso…

Apocalipsis II

Eva y Ángel tienen un marrón. Tener un marrón cuando vistes de blanco impoluto siempre es un inconveniente. Han quedado con un colega de profesión al cual deben recordarle que hay ciertas normas que debe cumplir. Un colega de profesión que cree que las normas es algo que hay en algún lugar indeterminado de sus zapatos…

El Koke y la Perla están fumando un peta en el sofá de su casa. Han puesto una película porno para afianzar su amor pero siguen viendo el fútbol porque no han encontrado el mando a distancia. Al Koke no le gusta el fútbol y aprovecha la confusión para meterle mano a la Perla. Ella bebe el último sorbo de cerveza y tira la botella por encima de su cabeza porque ha oido que eso da suerte...

Gabriel y su Notario están en el rincón de un Karaoke. Gabriel no es feliz. Por muchos motivos. Uno de esos motivos son los chicos que perpetran una canción. Es espantoso. El tema. Pop de los 90. La interpretación es todavía peor. El otro motivo de infelicidad es su trabajo. Está perdiendo autonomía…

- Voy a matar a esos hijos de puta – dice Gabriel con voz grave.
- No creo que eso esté bien, Señor – responde su Notario.
- Verás. Hay cerdos, que cuando son abiertos en canal producen sonidos más melodiosos. Pásame esa botella de vidrio, por favor…
- Señor… No es una buena idea. Y lo que es peor, va contra las reglas.
- Sí. Las reglas. Las jodidas normas… ¡A la mierda las reglas!
- Tranquilícese, Señor. Le voy a pedir otra copa…
- Está bien, está bien. No me pases la jodida botella. Tranquilo. Estoy tranquilo. Lo haremos de otro modo… más sutil – sonríe Gabriel.

El Koke acaba tocando el peta y fumándose las tetas de la Perla. En el fondo no son mala gente. Para compensar su evidente incivismo y su demencial comportamiento social, roban bancos. El Koke se levanta tambaleándose y se dirige al baño a echar una meada. Al abrir la puerta, la luz cegadora y el sonido atronador lo dejan paralizado. Cierra la puerta inmediatamente.

- ¿Dónde coño has pillao la mierda que nos hemos fumao, tía?
- Pues ande va ser, colega… me la pasao el Minga… como siempre.
- Me voy a cagar en los putos muertos del Minga… este costo está edulcorao, tía. Ven que lo vas a flipar la gente que he visto aquí dentro…

Los nuevos Bonnie & Clyde de Alcobendas abren de nuevo la puerta.

- Jooooder. Es la maldita puerta al Infierno, tío. Esto nos pasa por ver La Sirenita siempre que follamos… Enfermo, que eres un enfermo…
- No digas tonterías, nena. ¿No has leído el Código Davinci? Walt Disney era un tumulario, Perla.
- Tú eres tonto, tío.
- Ahora no es el momento de hablar de mí. Coje las pipas. Nos metemos dentro, nena…

Ángel y Eva entran en el Karaoke. Unos chicos están mancillando todas las notas de la escala musical. Por lo mal que entonan las negras podrían ser racistas. En el rincón más apartado, pueden ver a Gabriel y a su Notario. Gabriel sonríe peligrosamente. Él es su marrón…

El Koke y la Perla salen del lavabo gritando, porque lo han visto en Pulp Fiction y les mola. Van armados, porque atracar bancos con impresoras láser no es tan funcional. Dentro de unos días, su abogado dirá que estaban bajo los efectos de las drogas. O que el ruido no les dejaba dormir. O que se meaban. Los abogados son gente extraña. Lo cierto es que dos de los tres que andaban torturando al silencio mueren a balazos, entre los aplausos de la gente.

Ángel y Eva aprietan los dientes por el contratiempo. El marrón deberá esperar. El deber es lo primero. Deben recoger las almas de los chicos que, perplejos ante su nueva naturaleza intangible, han dejado de cantar.

Y desde el rincón del Karaoke, Gabriel lanza la botella de vidrio que impacta en la cabeza de la chica que ha estado jodiéndole toda la noche. Se lo merece, piensa. Ser encargada del Día es equiparable en maldad a ser banquero o periodista de la COPE. Y una carcajada gigantesca se expande por todo Alcobendas. Y en ese mismo momento, el Liverpool mete el cuarto… el sentido del humor de Dios es bastante extraño...

Eating humans

Una salida difícil

Los caminos del Señor son inescrutables. Soy un tipo exigente con casi todo lo que hago, exceptuando el sexo. Eso me provoca cierta incertidumbre que no puede ser buena para la salud. La mía, concretamente. Y participar en este maravilloso prostíbulo semántico que ha creado el Señor Jones me la pone morcillona. Porque, después de los últimos movimientos del Destino, la situación es graciosa de cojones, creedme…

Toda la semana he estado dándole vueltas a la historia con la que iba a participar en el primer FDL. Bueno, también he tenido tiempo de reunirme un poco con gente humana de diversa índole, preparar largos y aburridos documentos en Word, jugar al Señor de los Anillos con mi hijo y tener sexo de calidad en repetidas ocasiones. La calidad no la pongo yo. Pero no quisiera justificarme antes de empezar, así que vayamos al grano…

Esta mañana de Domingo me he concedido un tiempo (llamémosle X-1) para escribir Una historia de mierda. Le he puesto amor y cariño en cada puta frase que ya estaba pensada desde hace por lo menos seis jodidos días. He repasado el texto. Lo he tuneado. Lo he mejorado. Ha evolucionado conmigo y hasta hemos pensado en tener hijos. O hojas. Preferiblemente en Din A4. El caso es que, una vez terminado, se lo he dado a leer a mi otra mitad…

El silencio es una mala cosa. Y cuando escribes algo pretenciosamente gracioso y la respuesta es el silencio, entiendes a los suicidas del romanticismo. En el fondo, lo que me pasa es eso. Soy un jodido romántico. Y tengo sensibilidad. Y piel. Y escarpias. Y su cara era un poema aunque mi relato era prosa pura. Esperaba otra cosa, me dice sincera. Esperaba otra cosa. Tú escribes mejor, rubrica. Eso significa que mi historia es una auténtica mierda y que hace honor a su título.

Así que llevo toda la tarde dándole vueltas a otra historia. Es tan chula. Seguro que ganaría el primer premio con cien mil puntos. Pero he tenido que preparar tres liquidaciones económicas de tres jodidas subvenciones para la asociación en la que trabajaré hasta marzo. Y encima he tenido la feliz idea de ir siguiendo al Barça por Internet. Ser del Barça es mucho más jodido de lo que la gente se cree. Es como un estigma. De los de Sherlock Holmes pero sin solución. Total, que no me he podido concentrar en mi bonito relato y lo único que espero es que los números me hayan salido mejor que a Guardiola…

Y aquí estoy. Jodido. Vencido. Deprimido. Eso sí, he cenado de puta madre. Una ensalada de rúcula, tomate y queso fresco y otra de piña con una salsa vinagreta que lo flipas. Tengo una buena cocinera. Y a las penas, habichuelas, ¿no?. Pues eso. Que aquí sigo. Tratando de escribir alguna cosa sobre una salida difícil. Que lo está siendo, Señor Jones, lo está siendo. Me está costando un huevo salir, ¿eh? ¿Dónde está mi inspiración? ¿Por qué algunos días parece como si tuviera el cerebro de una ameba? ¿Una salida dificil podría ser el relato social de una ninfómana con problemas? ¿Realmente alguien puede creerse la estúpida teoría del Big Bang? Una salida dificil… pues sí.

Una historia de mierda

Llevábamos ya dos días metidos en aquél túnel oscuro y pestilente cuando una diminuta luz encendió la esperanza en nuestros corazones. Truño empezó a correr hasta lo que parecía la salida, se oyó un flop, desapareció la lucecita y tuve la gran suerte de escuchar un listado completo de improperios, tan angustiosos como ahogados.

Me acerqué despacio hasta topar con mi colega, que parecía perfectamente encajado en lo que debería ser la salida del túnel de mierda dónde llevábamos deambulando las últimas 48 horas de nuestra vida. Le pregunté a Truño que como estaba y me respondió que demasiado gordo. Eso era cierto. Hice cálculos mentales sobre cuantos días tendrían que pasar para que mi colega adelgazara lo suficiente como para pasar por la estrecha salida del túnel. Descarté la idea porque las matemáticas siempre han sido un misterio para mí.

Le notifiqué a Truño que iba a empujarle con todas mis fuerzas. Se oyó un gruñido carente de fe. Concentré la poca energía que me quedaba en mis dos brazos y empujé con tanta fuerza que las vértebras de mi espalda decidieron desplazarse dolorosamente. Quedé tirado en el maloliente suelo, gritando de dolor y, aunque no me enorgullece contarlo, me desmayé.

Como el tiempo es relativo no sé cuanto rato estuve dormido en posición fetal. Noté que algo líquido me empapaba el cuerpo. Aquello, que podía haber sido agua hace un millón de años, ahora sólo era una papilla nauseabunda que podía matarme de asco en pocos minutos. Traté de erguirme y la espalda me recordó con una terrible punzada que había decidido desmembrarse. Me senté, literalmente hecho una mierda, pensando que ya nada podía empeorar la cosa. Por supuesto, me equivoqué. El nivel del repugnante puré iba aumentando peligrosamente para mi proyecto vital y Truño seguía taponando la puta salida.

Apoyé mi cuerpo en mi compañero de fatigas, mientras mi esperanza de vida se equilibraba con la de un africano del siglo XIX. Y entonces Truño se movió. Apenas unos centímetros. Pero se movió. Aquél jodido gordo de mierda se estaba deslizando. Empujé como pude mientras mi espalda se resquebrajaba. El líquido pestilente empezó a cubrirme. Las fuerzas empezaron a flaquearme. Y mientras Truño gritaba algo relacionado con una caída libre demencial y mucha agua, se escurrió por la salida. Y yo tras él, gracias a que la inercia no es una prostituta enfermiza. Caimos durante unos segundos que me parecieron eternos. Impactamos con el agua, que afortunadamente estaba helada.

La situación había mejorado. De morir en aquél agujero de mierda a morir bajo aquellas aguas heladas iba un buen trecho. Volví a la oscuridad. Mi espalda dejó de dolerme y un punto de luz se materializó al final del nuevo túnel. No me había sentido tan bien desde hacía siglos. La luz se hacía cada vez más grande y mi sensación de bienestar era celestial. Hasta que noté que me agarraban por el cuello . Era Truño. Mi colega. Mi salvador. Mi espalda ardió junto a mi deseo de vivir y la llama fue tan grande que nos calentamos en ella e hicimos una barbacoa con dos liebres que cazamos… y el resto es historia. Una historia de mierda…

24 cosas sobre mi... Remasterizado

Hay cosas que me resulta difícil poner en mi curriculum. Anécdotas que no tienen sentido o que lo tienen absolutamente todo. Trozos de mi vida que son míos, y que ahora me apetece compartir. Todo lo que sea necesario para que se cumplan los sueños...

1.Nací un día del siglo pasado, algo que me parece muy fuerte para lo bien que me conservo. Casualmente, me gustan las sardinas. Si son en escabeche puedo llegar a matar por ellas. Soy Geminis, un ejemplo de bipolaridad espectacular, pero solo me dieron un número de DNI. Puedo ser el tipo más dócil del mundo o un genocida en potencia si tuviera el poder absoluto. Afortunadamente Dios existe. Felicitadme el 23 de mayo...

2. Descubrí tarde que me gustaba inventar historias absurdas y mentir por escrito bajo el pretexto de escribir ficción. Pero el tiempo es oro y mis prioridades han cambiado. Ahora quiero hacer cortometrajes, evidentemente escritos por mí, lo que supone un doble esfuerzo. Llevo jugando con ello desde hace dos años y todavía no me han dado ningún Óscar. Soy razonablemente idiota.

3. Me gusta en lo que estoy trabajando ahora mismo, soy gestor de cosas vinculadas con el arte, la artesanía y el diseño, aunque mi verdadera vocación ha sido siempre ser un jodido hijo de papá, multimillonario en mis ratos libres y guitarrista de una banda de heavy metal. Eso justifica mi pobre y triste adolescencia y mi espeluznante acné juvenil...

4. Soy alérgico mortal al marisco, venial a los frutos secos, a los ácaros del polvo, al pólen de los plataneros y probablemente a un montón de cosas más. Eso provoca cierta hostilidad hacia mi entorno. Con los años he dejado de creer en la raza humana en general y las personas en particular, y espero que cuando sea un tierno anciano me vengan a buscar los extraterrestres...

5. He perdido la fe en la medicina y los médicos. Experiencias traumáticas que afortunadamente puedo contar. La vida es más sencilla ahora. Me automedico pasando de los putos consejos de la Organización Mundial de la Salud. Si algún día vomito sangre durante varias semanas o tengo que hacerme una lobotomía a corazón abierto me plantearé la relación con ellos de nuevo.

6. Odio a los políticos, independientemente de la sonrisa idiota que me regalen, y las campañas que organizan con nuestra pasta. Odio que me hablen moviendo las manos como imbéciles, con esas pausas, con esas expresiones, con tantas mentiras. Odio que me traten como si fuera subnormal. Como si la sociedad entera fuera un jodido rebaño de putas cabras. No creo en esta democracia moderna. No volveré a votar en mi vida...

7. Soy futbolero moderado y del Barça. Buenos tiempos a pesar de Laporta y de las alineaciones extrañas que algunas veces hace el bueno de Guardiola. En otra vida estuve en Sevilla, en la final de la Copa de Europa contra el Steaua y creo que lloré. Tenía 17 años. Me jodió no poder volver deprisa a casa con la linea 5 del metro y sumergirme bajo mi almohada...

8. Soy fan incondicional de Tolkien y entré en éxtasis cuando se filmó la trilogía del Señor de los Anillos. Me hubiera gustado ser Aragorn o Legolas. Supongo que en otra vida seré un líder todopoderoso que cambiará el mundo para bien. También me molan trilogías como las de Alien, Star Wars o Matrix. Soy friki pero tengo un caniche.

9. Me gusta mucho dormir y me jode haber dejado de soñar. Sueño poco para mi edad. De joven tuve la suerte de tener algunos sueños realmente hermosos; desde la destrucción total del planeta hasta sesiones de vuelo sin motor por la calle Aragón de Barcelona, o viajes por el fondo del océano. Desde entonces me gusta La Sirenita.

10. Con la edad aprendes cuales son las cosas buenas de la vida. Dejando a un lado el sexo, me gusta mucho comer y beber, evidentemente cosas caras que nunca puedo pagar; pero si comiera todo aquello que deseo pesaría aproximadamente 200 kilos y 40 gramos. Últimamente pierdo peso, debido al estrés de esta vida prefabricada o a alguna enfermedad terminal no diagnosticada.

11. Aunque los que dicen que me conocen piensan que soy un tipo sociable, me encantaría largarme a una isla desierta sólo con la gente que amo. Y tampoco amo a tanta gente, lo siento. En la isla habría montones de misiles tierra-aire para convencer al resto de humanos que es mucho mejor remojar las pelotas en el habitat natural de los cocodrilos que venir a tocarme las mías. De adolescente, me pasé horas haciendo listas mentales de lo que llevarme a esa isla... ahora odio hacer la lista de la compra.

12. Creo que todos tenemos un precio. Es bueno tener eso muy claro. Es importante. Y no es necesario ser un contable, joder. Es algo que deberían enseñar en las escuelas, en la clase de matemáticas o en la de religión. El mío, dejando la crisis a un lado, es de 100 millones de euros en billetes pequeños de curso legal. Para que os hagáis una idea, por esa pasta podría incluso acostarme con Isabel Pantoja... follármela ya es otro cantar.

13. Actualmente me costaría mucho vivir sin una tarifa plana a Internet, universo que utilizo para temas personales, profesionales y espirituales. Mi primer contacto con la red fue Portalmix, concretamente el Foro de Operación Triunfo. Tiene una explicación científica pero, aquellos que tenéis o sintáis curiosidad por ello, tendréis que comprar mis memorias cuando sean publicadas, mamones...

14. Soy un tipo frío (de hecho, y haciendo un extraño paréntesis, os contaré que en una regresión hipnótica celebrada en Santa Coloma de Gramanet, descubrí que había sido un FrigoDedo en mi anterior vida. Eso justifica mi pasión por las mamadas). Las pocas veces que me he emocionado vitalmente ha sido viendo peliculas de Walt Disney, aunque debo reconocer que también me impresiona ver a todos los Pueblos Libres de la Tierra Media arrodillarse ante los hobbits.

15. He jugado a fútbol sala desde los 15 hasta los 38 años. Jamás me dieron el Balón de Oro. Pero me ha servido para mantener el contacto con buenos amigos y grandes colegas de ducha. Por cierto, algún día escribiré un libro titulado “Confesiones en una ducha”. La cantidad de memeces que somos capaces de pronunciar los hombres en una ducha es algo muy grande, que debería estar al alcance de todos los seres humanos del planeta, incluida Esperanza Aguirre. Lo he pasado globalmente bien, para qué engañarnos. Ahora, en una segunda y vigorosa juventud, juego a tenis en la Wii con mis hijos...

16. Leo menos de lo que me gustaría porque estoy perdiendo el control de mi jodido tiempo. Me fascina la etimología de las palabras y los relatos cortos de Asimov. Terry Prattchet me descubrió un universo de fantasía tan perfecto como divertido. Me gusta más una buena historia mal contada que una mala historia bien contada. No me gustan los escritores que utilizan palabras que debo buscar en el diccionario de la Real Academia de la Lengua...

17. No me gusta viajar salvo en contadas ocasiones. Soy un tipo apegado a su hogar, en el más amplio sentido de la palabra. Odio coger el avión. No tengo miedo a volar, tampoco quiero inducir al error ajeno y menos al vuestro. Tengo miedo a la irresponsabilidad de las jodidas compañías aéreas. Tengo pesadillas imaginándome en el Senegal sin mis maletas, mis calzoncillos y mi cepillo de dientes.

18. Soy mayor de edad y todavía no tengo la crisis de los 40, a pesar de tener 42. Cuando has sido un piltrafilla toda tu vida, el paso del tiempo en tus carnes no puede empeorar mucho lo habido. Y aunque sigo teniendo necesidades intelectuales próximas a los de la gente humana de 25 años, ahora puedo distinguir la gasolina del gasoil sin tener que probarla.

19. No he fumado en toda mi vida porque he sido un jodido asmático al que llevaron, de niño, varios veranos al Mas de las Matas (Teruel), un lugar fuera del espacio y del tiempo. Me gusta el café solo o con leche condensada. Bueno, la leche condensada me gusta hasta en los pechos de algunas personas, normalmente mujeres jóvenes, limpias y sanas. Esto último me pasa en sueños y no demasiado a menudo.

20. Me gustaría viajar en el tiempo y observar el pasado, pero sin ser responsable de las modificaciones que pudiera ocasionar observándolo, debido a la teoría del caos o la del efecto mariposa. Me fascina la prehistoria, lo largo que era un Brontosaurio, el imperio egípcio, las pirámides que hicieron sin gruas, el imperio romano, el oeste americano, el taller de Leonardo Davinci y el dormitorio de Cleopatra. Preferiría volar a ser invisible, aunque reconozco que las dos cosas a la vez sería muy útiles.

21. Soy extremadamente ordenado, aunque lo estoy dejando. Una vez soñé que flotaba en el espacio rodeado de maravillosas estrellas. Era espectacular estar flotando entre tanta belleza cósmica. También flotaban, tangencialmente, montones de cubos de colores. Así que me puse a recoger esos pequeños y absurdos cubos para ordenarlos por colores. Aquél día, al despertarme, descubrí que estaba enfermo y que era completamente idiota...

22. Soy un drogadicto de los helados. Lo he sido toda mi vida. La ciencia está perdiendo la oportunidad de tener un espécimen único para investigar. Últimamente muero por el helado de queso con galletas, aunque el de menta y chocolate tampoco está mal. Coco, naranja, chocolate, caramelo... y Magnum de todos los colores... mi psicólogo lo achaca a mi karma, ya comentado anteriormente.

23. Hace 13 años que vivo con mi pareja y estoy absolutamente loco por ella. Cada día que pasa me gusta más. No, no tomo drogas aunque con tanto estrés empezaré a fumar en cualquier momento. Me siento un tipo terriblemente afortunado a su lado. Es inteligente, bella, cariñosa, ingeniosa, divertida... En otra vida, anterior a la del FrigoDedo, debí de ser algo muy bueno, tal vez un koala.

24. Daría la vida por mis hijos. Literalmente. Son unos cabritos que me han quitado millones de horas de sueño, entre otras cosas de cuyo nombre no puedo o no quiero acordarme. Los trato de educar para que sean los raros de un mundo de mierda. Algunas veces pienso si no sería mejor sacarles una licencia de armas. Otras veces me parecen de otro planeta. Son encantadores. Y son ellos (y ella), sin lugar a dudas, los que dan sentido a mi vida...

martes, 19 de julio de 2011

Diosa

Cerrado por derribo

- Si me vas a buscar un chocolate rico, el último churro que mojaré es el tuyo.

Hay frases que cuando te llegan muy adentro, no importa si estás en estado de coma profundo o muy próximo a la muerte. Revives. Podría dejar en negro sobre blanco una hipótesis que tengo sobre la historia de Lázaro pero probablemente me quemaría en el jodido Infierno, empalado en una señal de Stop. Así que al grano. La frase en cuestión llegó en forma de ondas eléctricas hasta mi hipotálamo (no confundir con el mamífero más obeso del continente africano), y en menos de dos minutos yo ya estaba levantado, vestido y saliendo por la puerta de casa en busca del oscuro objeto del deseo.

Como era domingo, la mejor -y única- opción era ir a comprarlo a la pastelería del barrio: El Pirata del Caribe, conocida así por sus precios oscilantes y porque la abuela y fundadora tuvo una aventura con un hermoso cubano. La aventura terminó, según dicen las malas lenguas, un fatídico Día del Señor que el abuelo fundador regresó antes de misa y encontró al cubano en el armario de su casa. Los gritos aún se recogen en todas las cacofonías realizadas en 40 kilómetros a la redonda. Del cubano nunca más se supo, salvo en algunas sesiones espiritistas donde era invocado por error. Dicen que es por eso que desde entonces la abuela vende chocolate todos los domingos del año. En recuerdo al pobre cubano... y de paso, para tocar los huevos al abuelo.

Al entrar, pude ver que despachaba Julián, uno de los nietos. Ahora ya me he acostumbrado a su aspecto desgarbado y a su mirada penetrante, pero al principio era un poco difícil pedir un pastel sin dejar de mirar dónde tenía las manos. Un tipo feo e inquietante. Norman Bates a su lado sería el yerno perfecto. Las mismas malas lenguas cuentan que el chico había estado trabajando en la pescadería de su padre junto con sus dos hermanos; el padre, cansado que la clientela confundiera a sus hijos con una bandeja de anchoas los envío a trabajar lejos de cualquier pescado. A Julián le había tocado atender la pastelería de la abuela. Y allí estaba el tipo. Escuchando a Sabina de fondo mientras buscaba mi yugular con la mirada. Le pedí el chocolate tratando de esconder mis emociones, cogí el oscuro cofre del tesoro, le pagué con importe exacto y cuando le hube perdido de mi campo visual, imaginé risueño un torrente de imágenes repletas de sexo, churros y chocolate.

Cada segundo que pasaba la tenía más morcillona. Pero al girar la esquina, el aire dejó de entrar en mis pulmones. El corazón se me quedó paralizado durante tres nanosegundos, que pude contar perplejo. Tuve un ataque de histeria no diagnosticado, aunque recuerdo que pude reír, llorar y gritar. Me acerqué corriendo al edificio del que había salido hacía escasamente 10 minutos para ver que ahora estaba convertido en algo agrietado, sucio y ruinoso, con un letrero enorme en Times New Roman que rezaba: CERRADO POR DERRIBO...

Despierto empapado en un sudor que huele a depresión. Una depresión apestosa. Mi corazón sigue latiendo con fuerza a pesar de estar destrozado. El aire entra en mis pulmones, con ese desagradable sabor a humo de tabaco, impregnado en las paredes de mi cuartucho. Todavía son las 3 de la madrugada. Han pasado ya seis meses desde que Sofía me dejó. Seis meses de mierda, atravesando un jodido desierto lleno de espejismos. Ciento ochenta putos días con sus correspondientes noches. Y no hay ni una sola que no siga soñando con ella...

La huída

Supe que ya era medianoche porque al mirar junto a la ventana pude ver el poster de Mike Oldfield. Estaba claro que había llegado el momento más importante de nuestras vidas y sin embargo seguía desnudo. Me levanté con sigilo y empecé a canturrear El Barbero de Sevilla.

Napoleón Lecter y Jack Wellington, mis queridos y apestosos socios, roncaban como jodidos osos panda... dos tonos por encima de la contraseña que tanto habíamos preparado durante meses. Después de casi cinco minutos tatareando la obra magna de Rossini decidí ser más cauto y abofetearles los mofletes.

Funcionó a la perfección aunque, movidos por la empírica cartesiana, trataron de descubrir cuantas vueltas podían dar mis testículos antes de caer al suelo. Afortunadamente, entre la oscuridad y la confusión, experimentaron por error con Yakuza Goku, el único japonés que había sobrevivido sin un rasguño a varios hara-kiri. Un tipo con el sueño demasiado profundo...

Una vez restablecidos los vínculos afectivos de nuestra sociedad, chuté las bolas de Goku que rodaron hasta debajo de la mesita de noche. Le pregunté a Napoleón si llevaba en la mochila los enseres solicitados para nuestro genial plan de huida. Me dijo que “Oui”. Napoleón Lecter era un francés de clase alta, un tipo refinado y de exquisita educación que había sido encerrado por el mero hecho de rellenar de carne de cerdo a un vendedor de seguros. Comérselo fue solo una niñería provocada por una infancia repleta de episodios terribles. Para muestra un botón; jamás le dejaron cortar por la mitad una goma de borrar...

Miré a Jack que andaba distraído recitando a Gustavo Adolfo Becquer y le pregunté si había sincronizado su reloj. Movió la cabeza afirmativamente y dijo “Yes, it's five o'clock”. Jack Wellington era inglés. Él afirmaba que era descendiente directo de Mel Gibson, cosa que nos dejaba a todos sumidos en la más absoluta incertidumbre. Jack no era mal tipo a pesar de defender que Gibraltar era una colonia británica. Nunca le hice demasiado caso porque el tipo olía que apestaba. Lo habían metido allí por tratar de exportar al mercado chino a su querida suegra, metida en 96 botes de mermelada pequeños. Por increíble que parezca, el Ministerio de Sanidad puso muchos inconvenientes...

Nos arrastramos por el pasillo principal para evitar la atenta mirada de los dos guardias que dormían como serruchos. Una vez llegados al otro lado, le pregunté nuevamente la hora a Jack. “Yes, it's five o'clock”, me dijo con gravedad. Perfecto. Íbamos genial de tiempo. Mucho mejor de lo previsto. La puerta que teníamos delante siempre estaba cerrada con llave. Aquella noche no fue una excepción. Y eso fue un duro golpe para el grupo. Significaba que teníamos que regresar a nuestras jodidas habitaciones. Derrotados. Vencidos. Napoleón lloraba. Jack susurraba repetidamente “Oh, good my, oh, good my”. Empecé a dudar que fuera inglés pero fue demasiado tarde. La puerta se abrió violentamente hacia mi cabeza, golpeándola. Afortunadamente, llevaba mi gorra de Beisbol y rebotó hacia el Director General que pretendía follar con Gwendy Pan. Otro día os contaré su historia. Se oyeron casi simultáneamente un “crock”, un “ay” y un “katapum”.

Estuvimos en silencio una eternidad y diez segundos. Armándome de valor, le pregunté una vez más la hora a Jack. “Yes, it's five o'clock”, me dijo con profunda tristeza. De puta madre, pensé. Todavía hay esperanza. Nos arrastramos por encima del Director General que además de estar inconsciente tenía la nariz pegada al cogote. Sangraba bastante y nosotros no somos animales salvajes, así que antes de huir le hicimos un torniquete. Probablemente fue eso, y no el golpe, lo que le mató.

Salimos por la puerta principal como Pedro por su jodida casa. Éramos libres otra vez, mierda. Libres. El sol empezaba a salir por el horizonte y nuestras mentes recuperaban la información oculta entre las tinieblas del cautiverio. Entonces vimos la sombra recortada de Mortimer Jones y me pregunté de quién serían las tijeras...

El bueno de Mortimer... nunca hubo manera de que le echaran el guante a pesar de los sabañones. Un hijo de puta excepcional, solo comparable con Atila o la Obregón en sus mejores días. Su sonrisa podía hacer que se cagara de miedo todo un ejército. No pude contener la emoción. Los primeros rayos del Sol se refractaron en mis lágrimas y el Arco Iris apareció ante todos nosotros. Si Wagner hubiera estado allí. Pero no estaba. Sin embargo estaban ellos. Nuestros caballos. Magníficos. Montamos una vez más. Aunque volvíamos a ser invencibles, caímos varias veces durante los primeros dos kilómetros y Napoleón estuvo a punto de desnucarse. Pero nadie dijo que fuera fácil...

¿Cómo? ¿Qué no me he presentado? Pido mis más sinceras disculpas, humilde lector. Soy Gabriel, músico romántico y destructor de la Humanidad a tiempo parcial. Y uno de los Cuatro Jinetes del Apocalípsis. Es lo que tiene el pluriempleo. Que te jode. Te pone de mal humor. Vas todo el día de mala leche porque no te queda tiempo para componer tu música. Así que deja de leer y huye lo más lejos que puedas, idiota... porque cuando oigas sonar una versión trompetera de El Barbero de Sevilla, habrá empezado el fin de tu jodido y apestoso mundo...

Ofelia

- ¿De qué caso son esas fotos, teniente? – preguntó José Luis Rodríguez, el agente nuevo que le habían asignado al departamento la semana pasada y que tenía un asombroso parecido con el capitán Spok.

- Pertenecen al de Isabel Gómez, la estudiante que hallamos muerta hace dos días, flotando en el río que rodea la Ciudad Universitaria. Según el informe del forense, murió de sobredosis. No había signos de violencia en el cadáver – respondió la teniente García con el tono gélido que la caracterizaba los lunes.

- Es curioso. Verá, precisamente esta foto es la que me ha llamado mucho la atención. Es una macabra reproducción del famoso cuadro de Sir John Everett Millais – dijo Rodríguez, señalando una fotografía donde aparecía la joven muerta, flotando boca arriba y con los ojos abiertos.

- ¿Y puedo saber quién demonios es ese tal Millais? – preguntó la teniente sin ruborizarse, debido a la tenencia ilícita de ignorancia.

- Un pintor del siglo XIX. Perteneció a la Hermandad Prerrafaelita. Entre los años 1851 y 1852 pintó un cuadro al que puso por título Ofelia. La misma Ofelia de Hamlet, ya sabe, el tipo que dijo aquello de “ser o no ser” – expuso el novato, que posiblemente era un asiduo del Trivial Pursuit.

- Oiga, ¿puede mostrarme una foto de ese cuadro del que me está hablando, Rodríguez? - ordenó la teniente, utilizando los signos de interrogación como muestra de su educación.

- Claro que sí. Si me permite, podemos buscarlo ahora mismo desde su ordenador – respondió, sentándose. Abrió el Internet Explorer. Tecleó la dirección de Google y acto seguido inició una búsqueda sencilla, utilizando como palabras clave Ofelia, Millais y Prerrafaelita. Cuando se abrió la página web de “Art on Line”, la teniente quedó boquiabierta.

- ¿Sabía, teniente, que la modelo que utilizó Millais para pintar Ofelia se llamaba Elisabeth Siddal? – preguntó Rodríguez.

- ¿Y eso, qué demonios tiene que ver con el caso? – respondió, un tanto ofuscada por la visión del cuadro y el extraordinario parecido del mismo con la fotografía que tenía sobre la mesa.

- La chica del caso... me ha dicho que se llamaba Isabel ¿no? Elisabeth. Isabel. – dijo el novato.

- Mire, Rodríguez, empieza usted a asustarme. ¿Me está diciendo en serio que cree que hay algo más que un par de casualidades ciertamente asomb rosa s en este caso? – la voz de la teniente se había ido desinflando conforme iba formulando la pregunta.

- Bueno. Las casualidades son tres. La camiseta que lleva la chica. ¿Nadie se ha preguntado que significan las iniciales PRB? – la teniente García miró la fotografía de la chica y no reparó en nada especial en aquella camiseta de manga corta, de color negro con tres letras en blanco que podían leerse claramente. PRB.

- Mire, Rodríguez. Mi hija lleva una camiseta con las iniciales MNG. Significan Mango. ¿He aprobado el examen de moda juvenil contemporánea? – el cinismo de la pregunta era letal.

- ¿Me deja buscar otra vez, teniente? – preguntó Rodríguez, ignorando elegantemente a su superior, mientras tecleaba una nueva búsqueda: moda, vestir y PRB.

La teniente García abrió unos ojos como platos cuando vio que la primera web que les ofrecía la búsqueda se titulaba “Arte prerrafaelita”. Y cuando leyó que, al fundarse la Hermandad Prerrafaelita, sus componentes (Rossetti, Hunt y Millais) decidieron que firmarían todos sus cuadros con las iniciales PRB, sintió un escalofrió.

- Está bien. Ilumíneme, Rodríguez – ordenó.

- Creo que la chica, Isabel, ha sido asesinada; o bien, ha sido inducida al suicidio de forma premeditada. No me creo las muchas casualidades que rodean este caso. ¿Han averiguado si tenía novio, pareja o algo similar? – interrogó Rodríguez.

- Lo estamos buscando. Parece ser que la chica estaba saliendo con alguien. Hemos preguntado a la familia, amigos y compañeros de clase. De momento todos coinciden en que Isabel llevaba saliendo desde hacía tres meses con alguien pero nadie sabe exactamente con quién – la voz de la teniente había desplazado su habitual tono imperativo por uno parecido al que se usa habitualmente al hablar con las personas mayores.

- Genial. Teniente, ¿por qué no me deja echar un vistazo por la Ciudad Universitaria durante un par de días? Prometo no meterla ni a usted ni al departamento en problemas. Sólo mirar, preguntar y apuntar algunas respuestas – los ojos de Rodríguez suplicaban.

- Veinticuatro horas. Ni un minuto más – sentenció la teniente García.

José Luis Rodríguez esbozó una mueca y desapareció por la puerta del despacho.

Y pasaron veintitrés horas, cuarenta minutos y doce segundos.

El sargento Pablo Martínez entró al despacho de la teniente García después de llamar a la puerta hasta tres veces. Su rostro, que sugería que Martínez había sido un lustroso cerdo en otra vida y que en esta le había ido de un pelo, estaba rojo como un tomate.

- ¿Qué sucede ahora, Martínez? – preguntó la teniente.

- Acabamos de recibir una llamada de la Secretaría de la Universidad de Historia. Tenemos un catedrático, profesor de historia del arte, colgando por el cuello de la ventana de su despacho, teniente. Un tercer piso. Parece ser que se han agotado los calmantes en todo el recinto y que todavía hay gente corriendo, chillando y desmayándose, aunque no sepamos exactamente en que orden – la voz de Martínez iba poco a poco normalizándose.

La teniente tardó escasos doce minutos en personarse en el macabro escenario de los hechos. El tipo que había colgado tendría unos cincuenta años y la lengua más grande y azul de todo el planeta. Su pelo era blanco y contrastaba con su tez bronceada, a pesar del tono violáceo que empezaba a adquirir. El traje que llevaba puesto era tan negro como carísimo, a juego con los zapatos.

- Le presento a nuestro presunto asesino, teniente García – la voz de José Luis Rodríguez sorprendió a la teniente por la espalda.

- Dígame que usted no tiene nada que ver con esto, Rodríguez – dijo García con un hilo de voz.

- Sabe, teniente – dijo el novato ignorando a su superior – ayer se me ocurrió que no había nada mejor que hablar de los Prerrafaelitas con un especialista en historia del arte. Un especialista vinculado a la Universidad. Y cuando conversé con el profesor Jiménez, el catedrático que cuelga ahora de esa ventana, me di cuenta que, fortuitamente, había dado en el clavo.

- Espero que lo que vaya a contarme a continuación me guste más que lo que ya me ha contado, Rodríguez – dijo la teniente a punto de fulminar con la mirada al novato.

- El tipo levantó mis sospechas, justo cuando empezó a balbucear. Me pasé las tres horas siguientes revisando su historial docente. Había trabajado en cuatro universidades importantes, dos en nuestro país, una en Francia y otra en Italia. Casualmente, mientras estuvo dando clases en Francia murió una de sus alumnas. ¿Adivina como se llamaba la chica? Isabelle. Suicidio, según el informe que recibí de la Interpol – explicó Rodríguez, orgulloso.

- ¿La Interpol? ¿Se ha vuelto loco, maldito idiota? ¿Quién le autorizó a pedir informes a la Interpol? – la teniente estaba fuera de sí, y si Rodríguez hubiera llevado puesta la chaqueta lo habría sacudido por las solapas.

- El segundo informe me confirmó lo que ya sospechaba y temía a partes iguales. Una de sus alumnas italianas, Isabella, apareció muerta flotando por Venecia – Rodríguez ignoraba por igual el color rojizo que estaba adquiriendo su superior y el adjetivo calificativo que le había regalado - Otro suicidio, según el informe. Eran demasiadas casualidades, así que fui a ver al profesor Jiménez de nuevo esta mañana. El tipo no encajó demasiado bien los hechos objetivos que le expuse. Le enseñé algunas fotografías, recortes e informes y acabó confesándome que había tenido relaciones con varias decenas de alumnas. Nuestra Isabel flotante, la última de ellas. Le sugerí que tal vez fuera una buena idea hacer una llamada a su abogado. Cuando salía de la Universidad hacia su despacho para contarle todo lo que había descubierto, el tipo saltó por la ventana. Entonces, fui a la secretaria y le pedí que llamaran al departamento.

- ¿Quién demonios se ha creído que es usted, Rodríguez? – La teniente García estaba a punto de explotar.

- Bueno, ahora creo que ya puedo contarle la verdad. Soy lo que ustedes los terrestres llaman un espía. Un observador del planeta Marte en misión especial, aquí, en su planeta, al que nosotros llamamos Azulenta. Dentro de diez minutos vendrá una nave nodriza a buscarme, y desapareceré para siempre de su vida, su departamento de policía y su mente. Esta es mi última misión y a partir de ahora plantaré nabos en mi granja de Tharsis, junto a mi querida esposa. Salud, teniente García – Y diciendo esto, sacó de su bolsillo un nebulizador de electrones que lanzó una lluvia de radiación concomitante sobre parte de la memoria de la teniente. Luego, aprovechando los segundos de confusión mental de su víctima, propios de la reubicación espacio-temporal, se giró sobre sus talones y desapareció silbando una canción tradicional irlandesa.

La Teniente García parpadeó repetidas veces hasta volver a focalizar su mirada en el cadáver que colgaba de forma macabra en la fachada de la Universidad de Historia de Arte. Y mientras el médico forense y un tipo de negro, que bien podía ser el juez, aparecían en escena, la teniente se sorprendió a sí misma mirando hacia el cielo...