lunes, 18 de julio de 2011

Sexo cocinado

Había una vez un coño feo y rasurado. Su propietaria era casi tan fea como él, pero rubia. Sin embargo, y debido a la primera ley de compensación cósmica, la chica era una excelente cocinera. Harta ya de no comerse ni una rosca, metafóricamente hablando, ideó un maquiavélico plan para saciar sus carencias sexuales más primarias antes de cumplir los treinta.

Una noche, invito a cenar a uno de sus mejores amigos; el que más le gustaba, por supuesto. El chico, un buen chaval que no sabía decir que no, había comido en una hamburguesería y tenía hambre. Llegó puntual a la cita con su amiga fea y con una botella de vino en el sobaco para conservarlo en perfectas condiciones ambientales.

Ella lo recibió con una blusa demasiado escotada, algo poco habitual. De hecho, cuando se dio cuenta que le estaba mirando las tetas se sintió algo incómodo. Mi amiga tiene tetas, pensó. Era todo un descubrimiento, teniendo en cuenta que se conocían desde BUP. Ella le invitó amablemente a sentarse en el sofá. La casa olía condenadamente bien. De fondo se escuchaba la música de Richard Clayderman, que tiene efectos afrodisíacos en algunas aves, especialmente las grullas.

Si te parece, abro la botella y tomamos una copa, le dijo la anfitriona mientras él descubría nervioso que no llevaba sujetador. Mi amiga tiene tetas… y pezones!!!. Bebió una copa. Dos. Y hasta tres antes de que la cena estuviera a punto. Todo según el plan. Cuando ella le hizo sentar en la mesa, todo el comedor le daba vueltas. El bueno de Richard sonaba como Metallica en su cabeza. El olor a comida era tan delicioso que su nariz ya había tenido un par de orgasmos. Tuvo que sonarse avergonzado.

Cuando ella apareció con una bandeja de canelones gratinados, rellenos de jamón y queso, y recubiertos de salsa de pimientos morrones, casi le da un soponcio. No sólo se trataba de la presentación de un plato más espectacular que había visto en su vida. Es que además, ella, estaba totalmente desnuda. Las tetas de su amiga fea eran como dos quesos gallegos. Riquísimas, vamos. Y no le hubiera importado morir sobre su maravilloso ombligo. Su amiga fea desnuda estaba como una diosa de buena.

Cuando ella se sentó sobre la mesa, justo delante de él, con las piernas entreabiertas, empezó a parpadear al compás del piano de Richard. Y cuando ella cogió la cuchara y le dio a probar la salsa de pimientos morrones, sus papilas gustativas estallaron de placer. Su campanilla, en plena excitación, tocó doce campanadas, señal inequívoca que llevaban casi dos horas de adelanto porque todavía no eran las diez.

Ella derramó la segunda cucharada en su clítoris, que parecía una oliva. Él le chupó el coño con locura y no dejó ni una sola gota de salsa, mientras ella se estremecía de placer. Hubo una tercera cucharada. Y una cuarta. A la quinta cucharada, ella tuvo el primer orgasmo de su vida por causas ajenas. A la séptima, el segundo. Y así hasta seis. Orgasmos. En plena vorágine de placer, él se encontró desnudo, empalmado y sentado de nuevo en el sofá. Ella montó sobré él, mientras le daba con el tenedor de plata de su primera comunión trocitos de canelones. Él fue el primer homo sapiens conocido que experimentó el placer absoluto. Ella se corrió dos veces más antes de que él la llenara de leche con un gemido de buey almizclero. El tío no se dejó nada, ni en el plato ni en los huevos. Un auténtico jabato.

Nueve meses después tuvieron una niña. La niña, que según como se mire ha tenido suerte genética, se parece físicamente al padre, ergo será una mala cocinera. Pero como el tío es ingeniero en telecomunicaciones, siempre podrá estudiar una buena carrera y participar en el mundial de Fórmula Uno. Ella ha abierto un restaurante donde todas las noches cena la flor y nata del mundo del espectáculo. Ambos son felices y comen perdices… pero unas perdices de puta madre.

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