lunes, 25 de julio de 2011

Alzheimer

- He soñado con el demonio, mamá.

Sonia sintió que un escalofrío la atravesaba lentamente, desde los pies hasta la cabeza, regocijándose en cada uno de los lugares más recónditos de su todavía bonito y esbelto ser. Dejó de preparar el café y se giró lentamente hacia la mesa donde desayunaba su hijo.

- ¿Qué has dicho, Luis? – preguntó como si no hubiera querido entender al pequeño.
Digo, que he soñado con el demonio, mamá – el rostro del niño carecía de emociones, aunque el bocado que le pegó al sándwich de queso fue descomunal para alguien de su edad.
- Y dime… ¿Cómo sabes que se trataba del demonio, cariño?
- El mismo me lo ha dicho – sentenció con una tranquilidad que le quebraba el alma.
- Luis, amor mío… ¿te encuentras bien? – la voz de Sonia empezaba a temblar y dos lágrimas luchaban contra la fuerza de la gravedad para no caer demasiado pronto.
- No, mamá. No me encuentro bien. Lo sabes… Perfectamente – pronunció esta última palabra recreándose en cada sílaba, mientras su mirada, profunda y oscura, la torturaba durante unos breves segundos.

Luis pegó un segundo y desmesurado bocado al sándwich, abriendo unas fauces repletas de afilados dientes que se llevaron por delante el pan de molde, dos lonchas de queso, margarina vegetal untada con esmero y varios dedos. El pequeño miró entre divertido y sorprendido como sus pequeños muñones derramaban salsa de tomate.

Sonia sintió una gigantesca náusea. Se tapó inútilmente la boca con ambas manos incapaz de detener el torrente de vómitos que escapaban de ella y se esparcían por el suelo de la cocina. Algunos tropezones saltaban como pececillos de un mar viscoso, en un desagradable y dantesco espectáculo. Sonia trataba de coger aire, de respirar, pero le resultaba fisiológicamente imposible. Cayó de rodillas, asfixiándose. Y mientras su dulce pequeño soltaba una risotada diabólica, notó como todo su entorno se desvanecía entre una espesa y fría niebla.

Despertó sobresaltada, bañada en un sudor helado que la hacía titiritar de frío. Notó, asustada, que estaba atada por las muñecas y los tobillos con anchas tiras de cuero. Una de las enfermeras, que apareció de repente a su lado, le acarició el brazo y le pidió, con voz dulce, que se tranquilizará.

Las luces del quirófano sólo la confundían un poco más, y tardó varios segundos en entender que estaba en un Hospital. Pudo distinguir a dos enfermeras más yendo de aquí para allá. Un par de médicos, a los que juraría no haber visto nunca en su vida, se acercaron para observarla con curiosidad animal. Seguía alternando espasmos nerviosos con temblores de frío y nadie parecía dispuesto a taparla con una manta...

Con las mascarillas y los gorritos verdes cubriendo parcialmente los rostros del equipo médico, le resultaba imposible distinguir a su ginecólogo. Y aquella maldita luz que tanto le molestaba, le impedía fijar correctamente la vista en nada que no fuera su propia nariz.

- Sonia, ¿te encuentras bien? – le preguntó una voz que le resultaba vagamente familiar.
- ¿Doctor? ¿Es usted? – preguntó Sonia utilizando un tono que tenía todo el cariz de una súplica.

Sin decir ni una sola palabra, los allí presentes se pusieron a ambos lados de la mesa del quirófano, improvisando una especie de ridículo baile que terminó formando un marcial pasillo humano, de un verde que dolía a la vista por lo cromáticamente feo que era.

Se oyeron tres golpecitos suaves en la puerta de acceso a la habitación, y otra vez, la dulce voz de la enfermera le pidió tranquilidad. Su corazón la delataba palpitando como un tambor. Cuando la puerta se abrió de par en par, un extraño olor se coló furtivamente. Azufre. Sonia levantó un poquito la cabeza, intentando ver lo que sucedía por encima de su barriga, antes de enloquecer…

- He soñado con el demonio, mamá – dijo su pequeño Luis, vestido igual que la miniatura de un cirujano y armado con un enorme y reluciente bisturí de doble filo en la mano derecha.

Y mientras su hijo se acercaba amenazante, soltando otra risotada diabólica, Sonia notó como todo su entorno se desvanecía entre una espesa y fría niebla.

- He vuelto a tener pesadillas, Luis – la voz sonaba quebrada, rota, vencida.

Las ojeras de Sonia ya casi tenían el tamaño de la isla de Manhattan e incluso respetaban el mismo color de los tejados de la Gran Manzana. Por no hablar de los quince quilos que había perdido en menos de ochos semanas, a partir del momento en que su padre había empezado a empeorar. Justo después del accidente…

- ¿Otra vez el mismo sueño de siempre? ¿El sueño en el que te aparece papá como un niño? ¿Ese donde estás en una mesa de quirófano? – preguntó su hermano con ternura, mientras le cogía la mano con fuerza.
- Sí. Bueno. Antes sueño con la amputación. Con el accidente de la cocina. Creo que voy a volverme loca – explicó, echándose a llorar.

Ambos hermanos se fundieron en un abrazo, sentados en el cómodo sofá de imposible estampado vegetal, hasta que la puerta del comedor se abrió para dar paso a un anciano de rostro afable pero de mirada profunda y oscura. Tal vez apagada…

- ¿Quién es ese hombre al que estás abrazando, mamá? - preguntó el viejo patriarca con una tranquilidad que a Sonia le quebraba el alma.

Luis se puso en pie. Con un gracioso y simpático ademán, ayudó a su hermana a levantarse. Se acercaron lentamente a su anciano y enfermo progenitor y le regalaron dos sonrisas, interiorizando un mar de lágrimas que los ahogaba lentamente. Y mientras besaban las mejillas de su padre con fuerza, éste, estupefacto, se preguntaba cuanto tiempo debía faltar para la hora de la merienda…

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