Los dos sacerdotes llamaron al timbre, convencidos de que Dios les ayudaría en tan extraño cometido. La puerta se abrió y pudieron ver a una chica que llevaba las manos decoradas con henna. Los miró con el rostro sombrío, mientras les invitaba a pasar sin decir ni una sola palabra. Juntos recorrieron un pasillo pintado de blanco. La decoración era tan humilde como austera. El ambiente cálido. Y toda la casa olía a te verde y menta. Al llegar al comedor, se encontraron con tres hombres de mediana edad, que se levantaron al verlos, mientras dos niños pequeños jugueteaban en el suelo. Se podía oir la música de Julio Iglesias procedente de la casa de algún vecino, probablemente sordo.
El patriarca de la familia se adelantó e hizo las presentaciones pertinentes, mostrando un notable dominio del castellano. Luego, invitó a los dos hombres de fe a entrar en una de las habitaciones. Los sacerdotes se sorprendieron cuando, al abrir la puerta, percibieron una brisa helada que salía de la habitación. El dormitorio apenas estaba iluminado por una pequeña lámpara. Habían cubierto la ventana con una tupida tela negra que no dejaba entrar ni un solo ápice de luz solar. Las paredes desnudas debían ser blancas, pero aquella luz les daba un tono mortecino, como de ceniza. La niña estaba en la cama, cubierta hasta el cuello por una manta gruesa de color ocre, que sólo dejaba al descubierto unos ojos enormes y perdidos. Su rostro estaba tan pálido que brillaba en la penumbra. Una mujer, ataviada con un hiyab, estaba sentada junto a la cama. Les fue presentada como la madre de la niña. No paraba de acariciar la mano de la pequeña. Sus ojos estaban hinchados de tanto llorar.
La niña llevaba en cama siete días. Apenas comía ni bebía. El padre de la pequeña estaba convencido de que el demonio seguía dentro de su hija puesto que, incluso mientras dormía, repetía aunque con menor intensidad los episodios convulsivos. La niña había sufrido los primeros ataques hacía un mes, disfrazados de epilepsia. Pero en urgencias, la niña no mostraba transtornos. Después de una revisión les dijeron que la pequeña estaba sana. La tercera vez que visitaron el hospital, los médicos, un tanto hartos, les comentaron que la niña estaba en perfecto estado de salud. Les recomendaron un psicólogo. Pero cuando la pequeña tuvo la última crisis, coincidiendo con la visita de unos amigos venidos de muy lejos, llegaron a la conclusión de que debían contactar con algún especialista en materia religiosa. Un especialista en exorcismos. Y aquí es donde entraban ellos en acción.
Los sacerdotes pidieron a la familia que se les dejara solos con la niña. Lo primero que hicieron fue quitar la cortina y dejar que el sol llenara de luz la habitación. Se podían oir claramente las notas de una canción de Amaral. Vaya vecindario, pensaron. La niña dio un respingo y cerró los ojos. Una sonrisa se dibujó en sus labios. Después de una breve revisión cutánea, buscando estigmas o señales habituales de posesión, los clérigos se sentaron a reflexionar. Tras diez minutos de intercambio de impresiones, empezaron a leer algunos pasajes de la Biblia en voz alta. La niña abrió los ojos y pidió un poco de agua. Le trajeron un vaso. Al leerle la increíble historia de Lázaro, la pequeña dijo tener mucha hambre, así que se le dio de comer algo de pan caliente con aceite, frutos secos y una manzana. En quince minutos la niña hablaba abiertamente y había recuperado parte del tono rosa do de su delicada piel. Pero algo andaba mal. Aunque a primera vista la recuperación parecía milagrosa, no se estaba produciendo como era habitual en un caso de posesión infernal. A la falta de marcas en la piel de la niña, se añadía la no manifestación del demonio en ninguna de sus formas conocidas. Al cabo de una hora, la pequeña estaba sentada en la cama y contaba alegremente a los sacerdotes que le gustaba ir a la escuela y jugar con sus amigas. Cantar y bailar eran otras dos de sus grandes pasiones. Y afirmó con rotundidad que de mayor quería ser como Paula Vázquez. Eso fue lo más cercano a una señal del infierno que detectaron los dos clérigos.
Tras cinco horas de rigurosa observación, sagrada lectura y afable conversación, los sacerdotes dejaron a la niña metida en la cama, pero esta vez con una radiante sonrisa en su rostro. La madre, llorando de alegría, entró como una exhalación para abrazar y besar a su hija. El padre, algo más distante pero satisfecho, quiso saber si el exorcismo era definitivo. Los sacerdotes se miraron antes de explicarle que no habían encontrado ni el más mínimo indicio del Señor de las Tinieblas en su hija. Aconsejaron al patriarca que buscara en la medicina tradicional el tratamiento adecuado, si es que la niña volvía a tener episodios convulsivos en el futuro.
Y entonces sucedió. Un grito escalofriante salió de la habitación donde habían dejado descansando a la niña. Los sacerdotes entraron rápidamente. La escena que vieron les dejó perplejos. La madre estaba de rodillas, con las manos sujetando su propia cabeza y gritando como si fuera ella la poseída por Lucifer. La frágil y dulce niña estaba de pie en la cama, saltando y moviéndose de forma compulsiva, un tanto ordinaria y provocativa. Su cabeza parecía estar a punto de desenroscarse, mientras su melena flotaba en el aire debido a la enorme fuerza centrífuga. El padre de la criatura quedó petrificado junto a los pies de la cama. Los clérigos sacaron la Biblia, el crucifijo y el agua bendita y empezaron a vociferar en latín frases para expulsar al demonio. La madre seguía emitiendo sonidos guturales, ante la mirada de reojo de ambos sacerdotes, que ya no tenían claro a quién debían realizar antes el exorcismo. El trabajo se les acumulaba, seguían leyendo a gritos y salpicando de agua bendita a la pequeña, cosa que no le hacía el más mínimo efecto redentor. Y mientras, escondida debajo de aquella especie de catarsis colectiva, seguía filtrándose la maldita y pegadiza tonadilla del Antes Muerta Que Sencilla.
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