Había estado paseando todo el día, visitando la bonita ciudad que me acogía temporalmente. Como ya es habitual en mí, una vez el reloj marcó las diez de la noche, me fui a la cama. Tenía sueño y estaba bastante cansado, un cóctel perfecto para irme a dormir. Era totalmente innecesaria mi costumbre de escuchar algo de música para entrar en el mundo de los sueños, puesto que estaba muy claro que pronto acabaría en los brazos de Morfeo. Los párpados me pesaban, como si de ellos colgaran enormes pedruscos. Una dulce sensación de descanso me balanceaba placenteramente...
Fue entonces cuando pasó sobre mi cabeza aquél zumbido. Una, dos y hasta tres veces. Por el sonido calculé que sería un bicho de admirables dimensiones. No sé por qué extraña asociación de ideas me vino a la mente la visión de un asqueroso helicóptero peludo.
La luz de la habitación estaba apagada y por las ventanas apenas entraba una triste irradiación de una luna muy menguada. La primera idea que pasó por mi cabeza fue cubrirme totalmente con la sábana, esperando a que el bicho se largara por donde había entrado. Sin embargo hacía calor y llevaba puesto mi pijama. Aún así, aguanté casi cinco minutos tapado, sudando como un cerdo, escuchando aquél molesto zumbido.
Llegado a este punto, creí conveniente cambiar la estrategia y pasar, de una defensa a ultranza, a un ataque feroz y desesperado. Primer paso: alcanzar mis gafas. Soy bastante miope y sin ellas soy incapaz de diferenciar las manchas multicolores que componen el mundo que percibimos. En una perfecta coordinación entre el cerebro y mis extremidades superiores cumplí el objetivo con creces. Segundo paso, atravesar la habitación –a cuatro patas, por supuesto- para llegar al interruptor y encender la luz. Con mucho sigilo me arrastré por el frío suelo, oyendo cómo el terrible zumbido se desplazaba velozmente por toda la habitación.
Mi cabeza topó con la puerta, en una inequívoca señal de que había llegado al otro extremo de la habitación. Con mucho cuidado, me alcé para llegar al interruptor. Antes de poder pulsarlo, oí como el zumbido se acercaba muy rápidamente hacia mi persona. Cometí un error; me giré. El zumbido se acercó tanto que algo desagradable impactó brutalmente en mi boca. Afortunadamente para mí la tenía cerrada, en contra de toda una serie de infamias que normalmente se comentan sobre mi persona. Tenía el labio partido. Escupí un poco de sangre debido al golpe y también algo parecido a patas. Encendí la luz.
El "beso" debió ser igual de repugnante para aquél bicho, al que llamaría mosca si no fuera por su tamaño -parecido al de una pelota de tenis-, puesto que yacía postrado en el suelo. Movía sus patas tratando de girarse. Pronto, muy pronto, elevaría de nuevo el vuelo. Rápidamente busqué algo con que golpear al enorme insecto. Un bonito cuadro, que bien podía ser de estilo renacentista, apareció apoyado junto a una vieja cómoda.
La mosca estaba preparada para elevarse de nuevo. Observe en ella una ligera cojera, debido a la ya comentada amputación de dos de sus patas. Elevó el vuelo, cogió velocidad en un giro acrobático que no aplaudí y vino directamente hacia mí como un kamikaze japonés. El cuadro fue directamente hacia ella. El ruido que produjo el impacto fue similar al que hace un huevo duro cuando -una vez nos hemos quemado los dedos intentando pelarlo- se nos cae al suelo. En unos segundos, la mosca había pasado a formar parte de la cultura renacentista. Lástima que sus alas quedaran esparcidas por el suelo.
Tenía tanto calor que me quité el pijama y dormí en pelotas. Esa noche descansé como nunca. La jodida mosca descansó para siempre.
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