lunes, 18 de julio de 2011

Gulam

Siempre me ha gustado comer. Engullir abundantemente sin apenas masticar. Devorar alimentos como un poseído por el más hambriento de los demonios del infierno. Mi gran aliado ha sido, sin duda, un metabolismo poco dado a acumular grasas. Esta es la principal razón por la cual mi aspecto físico ha sido siempre parecido al de Woody Allen. Aún así, desde hace un par de años, he variado un poco mi dieta debido a un exceso de grasa en mi zona abdominal que hace que cada día me parezca más a la novia de Popeye… embarazada de tres meses.

Así pues, respeté esa dieta los primeros días de estancia en el viaje que realicé a la República Checa, con la creencia de que sería lo más adecuado para mi estómago. Durante estos días en Praga, no tuve ningún tipo de problemas de asimilación de alimentos (léase gastroenteritis, diarreas...) siendo mi dieta alimenticia discreta y más bien correcta. Mis viajes al excusado eran regulares y puntuales como un reloj suizo.

Mis problemas empezaron hace seis días. Paseaba, en mi día libre, intentando disfrutar de la arquitectura de tan bella ciudad cuando tropecé con un restaurante italiano. Un aroma embriagador me agarró por el cuello y me llevó hacia el interior. Me descubrí risueño leyendo la carta. De primero, ravioles al "pesto"; carne a la pimienta verde de segundo, acompañada de patatas y guarnición de ensalada. Doble de helado italiano de postre y un té para hacer la digestión más agradable.

Aquella noche, mi puntual visita al excusado fue una bonita hora para la lectura... pero nada más. Al día siguiente observe con desagrado como mi barriga había aumentado considerablemente de tamaño. Acumulación de gases italianos, pensé.

Al día siguiente, otro paseo. Y llegada la hora de comer aterricé nuevamente en mi bienamado restaurante italiano. Comí deliciosos macarrones con salsa boloñesa cocinados por algún dios romano; doble de escalopa milanesa con guarnición de exquisitas setas y ensalada; y un gigantesco helado de cinco bolas, venerado por mi persona como si de un tótem sagrado se tratara. Y como no, el habitual té para hacer más fácil la digestión.

Cuatro días después, mi enorme barriga impedía verme las uñas de los pies. Mis visitas al excusado eran tan inútiles como un sello por triplicado, como el semen de los ahorcados, como el libro del porvenir (gracias Sabina)… y seguía comiendo como un cerdo. Estaba muy preocupado.

Mis anfitriones, al contrario, se mostraban sumamente felices con mi oronda figura. Me comentaban que, normalmente, cuando una persona viaja fuera de su país pierde peso. Yo había ganado más de cuarenta kilos, todos ellos aposentados en mi enorme barriga.

Me dolía bastante la espalda, debido al peso abdominal y sentía un estiramiento a veces doloroso de los músculos de mi pecho. Mi esternón parecía hundirse en los pulmones y me dificultaba una ya de por sí triste respiración. No me sentía nada bien, aunque no quise molestar a mis anfitriones por un día de estancia que me quedaba. Pensé que, al llegar a casa iniciaría una rigurosa dieta mediterranea...

Hoy es mi último día de estancia en esta gran y maravillosa ciudad. Mi barriga ha crecido un poco más esta noche. Hace días que no cago. Apenas puedo sostenerme en pie. Necesito ayuda para calzarme y vestirme con unas ropas que amablemente me han conseguido. Ya peso cincuenta kilos más que cuando llegué, todos ellos cuidadosamente ordenados en mi hermoso barrigón. Me duele, siento una enorme hinchazón; casi puedo sentir mis intestinos repletos a rebosar...

Es hora de comer. Mis anfitriones han preparado algo especial para mí. Parecen muy felices. No acierto a adivinar si es por mi inmediata partida o por mi "magnifico" aspecto. Les comento que prefiero no comer demasiado, por el largo viaje de regreso que me espera. Sonríen. Insisten una vez más. Un dolor muy agudo nace de lo más profundo de mi ser. Después de dos platos deliciosos, aparece un increíble pastel de postre. Todo tipo de frutas confitadas cubren su superficie, coronada por un chocolate con mi nombre escrito en deliciosa nata. El dolor se agudiza.

Cortan el pastel. Mi trozo es enorme. Miro aterrorizado como mi mano, desobedeciendo las órdenes emitidas por mi cerebro, coge la cuchara. Mis intestinos vibran. Engullo el pastel en pocos segundos, sin apenas masticarlo. Una fuerte sacudida se produce dentro de mi ser. Oigo un estallido sordo y veo como las caras blancas de mis anfitriones se tiñen de manchas de un rojo oscuro muy peculiar. Mientras mis ojos se van cerrando lentamente, veo mis intestinos deslizarse sobre la mesa cual tentáculos sangrientos de una bestia asesina. Solo espero que antes de desmayarse llamen a un buen cirujano...

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