Necesitaba urgentemente una ducha. No se trataba de un capricho refrescante de mediados de agosto. Tampoco pensé en despejar mi adormecida cabeza. El principal motivo era debido, básicamente, al olor que emitía mi cuerpo; una mezcla fétida y avinagrada que dañaba mi olfato por momentos.
Preparé mi toalla, mi jabón de PH neutro y mis zapatillas de goma, en un ritual casi místico. Traté de no hacer ruido para no despertar a ninguna de las personas que dormían bajo el mismo techo. Una vez dentro de aquel cuartucho -mal llamado aseo- traté de cerrar la puerta sin dejarme ninguna parte del cuerpo fuera. A mi izquierda estaba el plato de ducha. Pegado a mi estómago el lavabo. Y a mi derecha alguien había tenido la feliz ocurrencia de poner una lavadora gigante de imposible carga frontal.
Empecé a desnudarme no sin bastantes dificultades, debido a tan reducido espacio, con una extraña sensación... me parecía estar siendo observado. Esto era del todo imposible ya que la única ventana de la pequeña habitación era del tamaño de un libro de bolsillo, y además estaba cubierta por una cortinita a cuadros escoceses que hubiera hecho llorar de emoción al bueno de William Wallace.
Pensé que quizás los cambios vividos la última semana, a consecuencia del viaje a un país extranjero y lejos de mi familia, me habían trastocado un poco, por lo que, sin más dilación, entré en el plato de la ducha para empezar la ardua tarea de lavarme. Tardé casi cinco minutos en conseguir que el agua estuviera a una temperatura que no escaldara ni congelara mis genitales. La suciedad que se adhería a mi piel hacía duro y al mismo tiempo doloroso el trabajo de enjabonarse.
Lavé mi cabeza con abundante jabón, que caía sobre mi cara. Y fue entonces cuando empezó mi pesadilla. Sentí como algo se movía detrás de la lavadora. La lavadora también lo notó y quizás por eso se movió dos palmos hacia mí. Traté de quitarme el jabón de la cara y busqué, tanteando, mis gafas (soy miope y sin ellas el mundo es tan solo un conjunto de manchas multicolores). Sin embargo, los nervios atenazaron mis manos; torpemente, golpeé las gafas y estas cayeron al suelo, afortunadamente sin romperse. Me agaché para palpar el suelo y recogerlas, mientras el agua mojaba mi espalda...
Encontré las gafas. Desgraciadamente, no fue lo único que descubrí. Mis manos palparon algo parecido a pequeñas sierras peludas. Esta desagradable sensación hizo que un resorte ubicado bajo mis brazos -hasta entonces desconocido por mí- se disparara. Alcé violentamente mis manos y "aquello" (no había tenido tiempo para analizar de que se trataba) retrocedió. Me puse las gafas y, una vez fijados y ordenados los sentidos, pude observar a mi asqueroso compañero de baño.
Delante de mí, a unos 50 centímetros (debido al jodido tamaño de la habitación no podía estar mucho más lejos) había un ser arácnido de unos dos palmos de cuerpo, con unas patas flexionadas de casi un metro de longitud, y una cara -por llamarlo de alguna manera- de muy pocos amigos. Miré con horror los dos bultos rojizos que bien podían ser sus ojos. "Aquello" me mostró sus afilados dientes, capaces de convertirme en una Big Mac. Eché un vistazo a mis manos. A mis brazos. A mis piernas. Mi musculatura no es precisamente letal. Aquello era un duelo desigual, pero no creo que a la araña gigante le importara demasiado, puesto que empezó a acercarse lentamente...
Retrocedí dos pasos y se clavaron en mi culo los grifos del agua. Reaccioné y me hice con el teléfono de la ducha. Apunté hacia aquel bicho, forzando con mis dedos la presión de salida del agua... y "disparé". El chorro de agua caliente atravesó uno de sus "ojos" que explotó como un globo... un globo lleno de gelatina rosácea que quedó esparcida por todo el pequeño baño. Un segundo chorro atravesó su abdomen y algo semilíquido de color verdoso dio al rosa existente una tonalidad nauseabunda. "Aquello" se desplomó ante mí, quedando inerte en breves segundos. Metí como pude el cadáver dentro de la lavadora.
Acabé de lavarme como pude, quitándome los restos orgánicos que me habían salpicado. Me sequé el pelo y me peiné. Tuve que ponerme ración doble de colonia pues no acababa de eliminar la pestilencia que se había impregnado en mi piel. Sin embargo, en un alarde de positivismo empecé a silbar La Marsellesa... QUÉ COJONES... por fin me había duchado.
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